Vengo en el tráfico por la avenida Gonzalitos en Monterrey. Los carros no avanzan y parece que nunca voy a llegar a casa.
Mi mente amenaza con colapsarse, atribulada por toda clase de pensamientos agobiantes acerca de los pendientes que debo cumplir. Siento que me ahogo, la respiración se me corta.
Pero asumo el control de mí misma. Respiro con calma, veo alrededor, asumo la conciencia plena del presente.
Me exteriorizo.
Empiezo a respirar varias veces, empiezo a ver hacia afuera poniendo atención a otros carros, personas, árboles, lámparas.
Me distraigo, me aquieto en medio del tráfico. Escucho música. Hago el mismo tiempo de recorrido, pero no lo sufro
Lo mismo hago cuando he recibido una mala noticia. Respiro hondo y veo a mi alrededor.
¿Y saben? Esto lo he aprendido corriendo maratones.
Durante estos años que llevo corriendo en forma, es decir bien estructurado con un plan de entrenamiento, objetivos definidos y de la mano de mi coach he aprendido muchas cosas sobre mi misma, cosas que pensaba que sabía, pero no era así, o no de la forma en que me conozco ahora.
Cuando empecé a hacer distancias largas para mis primeros maratones, sufría bastante, recuerdo en específico una donde serían 32 kilómetros a completar, y me quede atrás de todo el grupo, la última de un grupo que iba dividido por pasos, desde los más rápidos hasta los más lentos, yo iba con los del paso de en medio, ni muy rápido ni muy lento, pero llegó un momento por ahí del kilómetro 16 en que sentí que me llegó una desesperación por terminar, muy fuerte, mi cabeza estaba ya impaciente por decir “ya terminé”.
Obviamente, como buena novata, en ese entonces pensaba que decidir eso era tan fácil como sólo desearlo, y por supuesto que lo que me pasó fue que me “troné,” no más allá del kilómetro 19 o 20, faltándome aún cerca de 12 kilómetros para llegar al punto de donde habíamos partido, es decir, tenía que llegar sí o sí como fuera.
Fui advertida de que eso podría pasarme por los más expertos cuando me vieron llegando al grupo de un poco más adelante de lo que era mi paso por kilómetro, pero yo por dentro estaba desesperada por acabar, así que ¿sencillo o no? Corre más rápido y terminas antes.
Pues no fue así, me tardé más de lo hubiera hecho en tiempo si no hubiera cometido ese error, y para qué les cuento lo terrible que acabé, fue muy pesado terminar así, pero no aprendí pronto, ya que en las distancias largas me seguía pasando eso.
Esa impaciencia por terminar, se convertía con el tiempo en una ansiedad difícil de manejar desde días antes de que tenía un entrenamiento largo, no podía dormir, sentía que me faltaba el aire me causaba mucha preocupación, y descubrí poco a poco que era así para todo lo que me causaba algún tipo de incomodidad o estrés en mi vida.
Lo que me ayudó a entenderlo a conocerme y a manejarlo fue el maratón, donde aprendes porque aprendes, las lecciones en el maratón son duras y hace que las repitas hasta que no las olvidas, me pasó hasta que asimilé que me tengo que “frenar” para no quemarme antes de tiempo, lo que hago cuando me llegan esos momentos de fuerte ansiedad es respirar con calma, distraer mi mente viendo alrededor, la gente, las casas, los edificios, árboles o lo que sea que esté por donde estoy pasando y entonces va desapareciendo esa sensación agobiante y salgo del “bache”.
Entre tantas cosas más que me ha ayudado el maratón, creo que el manejo de la ansiedad es una que valoro mucho, y aunque sigue estando presente en mi vida me ha hecho que no la sufra como antes, por eso y más siempre estaré agradecida y pendiente de lo que él maratón tenga para enseñarme.