La medalla de bronce en futbol en los Juegos Olímpicos de París se decidió en la última jugada. Hubo siete minutos de compensación y Alemania ganaba por la mínima diferencia a España.
Una defensa germana, imprudentemente, cometió una falta a una atacante ibérica, cuando transcurría el último minuto de los siete que había agregado la silbante en tiempo regular.
El penal fue decretado y se convirtió en la última jugada del partido. Alexia Putellas centrocampista del Barcelona tomó la pelota. Si anotaba forzaba a la tanda de penales para decidir la presea. Pero falló. Cobró el tiro a la izquierda de la portera Ann-Katrin Berger, del Chelsea, que hizo una estirada sublime para atajar la pelota.
Diez segundos después se silbó el final. Putellas, queda claro, es también una persona, no una máquina. Incluso los mejores del mundo pierden, cometen errores, provocan ruinas. Los mortales nos recriminamos de manera permanente cuando incurrimos en traspiés.
Entre nosotros nos echamos culpas por los resbalones. Pero qué podemos esperar, cuando los grandes, los más capacitados, los excelsos también tienen sus deslices y quedan a deber con sus actuaciones.
La española cometió un error que queda para la historia. Su zurda privilegiada por esta vez no funcionó como de costumbre y deberá cargar con la culpa de la medalla que no pudio obtener todo el equipo.
En verdad, no se le puede reclamar a quien ha sido dos veces mejor jugadora del planeta con Balón de Oro y The Best FIFA. Fue también campeona del mundo con la absoluta en el mundial 2023.
Al terminar el partido, las compañeras fueron a abrazarla. Su solidaridad fue invaluable en la hora más oscura para su luminosa carrera.
Las jugadoras saben que, de no ser por ella, las posibilidades para llegar lejos hubieran disminuido.
Roberto Baggio ha cargado durante tres décadas con el fantasma de la culpa. La final de la Copa del Mundo Estados Unidos 94, entre Italia y Brasil se definió en la tanda de penales.
Al Divino le tocó cobrar el quinto de los azules y lo echó fuera, lo voló a la derecha de Claudio Taffarel. Vaya manera de perder la máxima competencia universal del futbol, con un disparo que ni siquiera iba a puerta.
¿Podría alguno de sus compañeros reclamarle algo? Por supuesto que no. En la Copa estadounidense se echó a la espalda a todo el equipo. Ese año había ganado el Balón de Oro como el mejor del mundo. Lástima.
En el calendario queda el recuerdo del cobro errado. Para la eternidad será llamado El hombre que murió de pie, porque después de volar la pelota, se quedó congelado, con la mirada baja.
Una mano invisible le arrancó el corazón luego de la pifia, mientras los brasileños celebraban. Los mejores también tienen derecho a ser humanos. La investidura que el mundo les da como jugadores superiores hace que sean ellos los primeros en entender del enorme compromiso que contraen.
Como dicen los superhéroes: un súper poder conlleva una súper responsabilidad. Por algo se les admira y se les otorga la confianza. Quienes los siguen y lo acompañan sabe que harán lo correcto, cuando reciban la pelota.
Y son tan grandes que sus errores tienen grandes consecuencias. Lo malo, para ellos, es que un sector de la afición no lo entiende así, y considera que nunca deben decepcionar que tienen un programa interno que los obliga a la perfección.
Siempre he observado con simpatía a los titanes que se equivocan.
Sé que sufren más de todos, porque reciben una dosis extra de confianza. Es el precio de su grandeza.