Mi sobrino David Junior y yo adoramos el futbol. Cuando era pequeño, lo llevaba, con su papá, al Estadio Universitario, a ver los juegos de Tigres. Con el chaval me une, además, el gusto por la lectura y la música de Billy Joel.
Me alegré cuando me dijo que se iba a casar, pero más me alegré cuando supe que sus amigos habían conspirado para hacerle una despedida de soltero sorpresa, en forma de un partido de futbol. Fuimos convocados en secreto algunos de sus cuates y personas allegadas, se rentó una cancha de Futbol 7 y todos acudimos a jugar en un glorioso mediodía soleado de domingo.
A la hora de la cascarita, me recibió alborozado. Mientras pateábamos, haciendo un amago de calistenia, me contó que, días antes, le habían propuesto acudir a un show de chicas strippers. Los amigotes tenían la idea de celebrar una farra fenomenal, antes de que empezara su nuevo rol social, como señor de hogar. El Junior me dijo decidido que no quería una celebración última de borrachera, con exhibiciones de machismo para confirmar la hombría. Si se reunían en un taller mecánico o en un rancho para pachanguear, alguno de los contertulios, suponía, eventualmente llevaría una muñeca inflable, para hacer los inevitables chistes físicos de caballeros.
Nada de eso. Desconocía el Junior, cómo celebraría su despedida, pero estaba seguro que no quería seguir la tradición. Los amigos comprendieron. Por eso, fue llevado con engaños a una cancha de futbol, donde le dijeron que acudiera en traje de carácter. Me dijo que no sospechaba la trampa, hasta que vio a los otros camaradas que le explicaron que ahí sería celebrada su despedida, como lo imaginó en sus sueños, correteando una pelota. Estaba también, para atestiguar la ceremonia futbolera, su prometida Luisa, acompañada de su padre Roberto, que, a un lado de la cancha, miraba complacido la reunión.
Junto al novio, fueron a jugar sus hermanos Daniel y Dante, así como David Papá, mi compadre, con quien milité de niño en el Dina y Juventus, y en alguno que otro equipo de los que se formaban ahí en Guadalupe, para jugar en la Ciudad de los Niños. El papá y yo nunca fuimos jugadores destacados. Mejor dicho, éramos unos troncos. Pero como futbolistas llaneros nos divertíamos bastante y desarrollamos el gusto por la pelota, que nos sigue hasta ahora. También estuvo por ahí mi hermano Alejandro que, él sí, fue un recio zaguero central. Aunque es periodista especializado en béisbol, en su juventud fue prospecto de Tigres. Sospecho que pudo llegar al profesionalismo, porque tenía fuerza, dominio y buen porte, aunque prefirió la escuela.
Y ahí estábamos, bajo el solazo en una singular despedida de soltero, tirando polilla, como viejos cincuentones, enfrentándonos a una parvada de chamacos correlones, que, si bien no tenían tanto futbol, sí gozaban del mágico motor de la juventud, que les hacían llegar siempre al balón antes que yo.
No se puede rescatar del partido nada más que la anécdota, que estuvo revuelta con mucho cansancio y risas abundantes. Afortunadamente todos estábamos en el entendido de que el marcador no era importante. Hicimos dos equipos revueltos y, sin competencia, nos dedicamos a divertirnos, avanzando hacia la meta contraria. Omar, mi otro hermano presente, siempre fue buen portero y nos hizo la tarea difícil para anotar. Cuando me pasaban el balón, tardaba una eternidad en controlarlo. Los chicos que me marcaban, condescendientes y comprensivos, se guardaban bien de acosarme, y esperaban que serenara el balón en los pies y que diera dos o tres pasos, antes de tocar. Si me enfrentaba con mi compadre, más panzón aún que yo, me retorcía entre carcajadas, porque ya no tenemos figura para andar en esos trotes. Cierto, de habilidad jamás gozamos, pero ahora, haciendo el amago de jugar, nos reíamos viendo la facha lamentable y divertida que representábamos. Dante y mi sobrino Bambino, adolescentes de baterías nuevas y recargables, nos ayudaban a hacer el trabajo pesado de subir y bajar con la pelota.
Tenía unos tres años sin pisar una cancha. Perseguir otra vez el balón y tirar al arco, me hizo sentir mucha nostalgia, por aquel muchacho entusiasta que fui hace 40 años, y que podía jugar hasta tres partidos en un día. Pero entendí, como dice la canción, que hay que abandonar con donaire los asuntos de la juventud.
De cualquier manera, el objetivo de la cascarita se cumplió, y hubo muchos goles que nadie contó. David Junior tuvo su despedida singular, que no olvidaremos los que ahí estuvimos, porque yo nunca había acompañado a nadie a que dejara los hábitos de soltero mientras tiraba a puerta. Sin proponérnoslo, esta tarde le dimos un enfoque sacramental a nuestro querido futbol, al convertirlo en un ritual con el que los amigos acompañamos al novio en los días previos a lo que será el resto de su vida.
Al finalizar, mientras tomaba agua y recuperaba el espíritu, como si hubiera terminado un maratón, le pregunté al Junior quién tuvo la idea genial de la reta y me señaló a su novia feliz, que nos tomaba fotografías.
Después del juego hubo tragos, por supuesto, pero nadie llevó muñeca inflable.