Javier Aguirre ha sido convocado como nuevo entrenador de la Selección Mexicana de futbol. Es el tercer ciclo mundialista al que es llamado, después de otros previos en los que no pudo conseguir el cacareado quinto partido.
Sus declaraciones, al ceñirse de nuevo la camisa del Tri, confirman que el trabajo del entrenador, en cualquier equipo, pasa por un conocimiento muy refinado de política para conciliar intereses. Si hablamos de manejo extracancha del balón, Aguirre sería un estadista al nivel de Winston Churchill.
No ha sido exitoso en todo y ha fallado mucho, pero, al igual que el ministro inglés, es un experto para colocar mensajes clave entre el público al que se dirige. Y surfea como adolescente en Hawaii, cuando se trepa a la ola de los medios, con declaraciones que siempre caen bien. Porque Aguirre siempre ha tenido buena prensa.
Ha sido reventado, como todos, pero siempre se despide cerrando la puerta con suavidad. Al ser presentado el 1 de agosto, junto con su auxiliar Rafael Márquez, El Vasco mostró una tersa mano izquierda para acariciar la testa de la afición enfurecida por el pasado fracaso de la Copa América.
Dijo, como vendedor experto: “Soy orgullosamente mexicano y cada que mi país me necesita lo hago con mucho orgullo. Hay una buena base, me ilusiona que se están haciendo bien las cosas y es un orgullo estar muy bien acompañado”.
¿Qué ha ganado Javier Aguirre? Como entrenador, una Liga con Pachuca, en el 99. Con el Tri, un subcampeonato de Copa América 2001 y un campeonato de la Copa de Oro de Concacaf 2009.
Un par de Copas en Egipto con el Al-Wahda. Realmente nada impresionante.
Aguirre sabe que es muy probable que no alcance a llegar al Mundial del 2026 que organizarán, en conjunto, México, Estados Unidos y Canadá. Pero también sabe que es parte del paquete que recibe con la responsabilidad de la Selección.
A diferencia de la afición esperanzada, que anhela que dé el campanazo en alguno de esos torneos moleros, él tiene presente que se puede ir en cualquier momento.
El aficionado ingenuo quiere verlo triunfar, sin duda. Pero es improbable triunfar en un medio tan competitivo como es el futbol a nivel de selecciones, incluso en una región tan empobrecida como la de Concacaf.
Como excelente político que ha demostrado ser, ha asumido, con resignación, la caducidad del puesto. Podrá sentirse triste si lo echan, como ha ocurrido en los más de diez clubes y selecciones nacionales que ha dirigido a lo largo de su trayectoria de tres décadas en el banquillo.
Pero no puedes sentirte muy deprimido, si te dan las gracias con el pago de un par de millones de dólares por año de servicios prestados.
Ojalá el seguidor del futbol despierte algún día y se ubique en la realidad sobre lo que representa sentarse en la silla eléctrica del estratega Tricolor: es incómoda, pero el que se acomoda en ella está obligado a repartir promesas, como candidato en campaña.
No las cumplirá, pues es imposible elevar la calidad de vida de la gente por pura voluntad, como tampoco podrá el DT hacer que resurja el futbol mexicano con su sola presencia.
El nuevo director técnico del llamado equipo de todos está orillado a dar mensajes de esperanza. A la gente no le gusta escuchar que un entrenador diga que llega a hacer ajustes, que requiere tiempo, que pida paciencia.
Todos los que llegan al puesto, por sistema, tienen que decir que vienen a ganar, que darán alegrías a la afición, que ahora sí cambiarán la historia. Nada de eso pasará, pero a la gente le gusta escuchar palabras similares que son, en su mayoría, carentes de sustento.
Las promesas de un director técnico son como las canciones de amor que, según Joaquín Sabina, tienen una enorme carga demagógica, pues tienen como propósito específico hacer sentir bien a quien las escucha, pues están muy desapegadas de la realidad.