Lo que se experimenta al cantar un gol es difícil de decir. Hay un rush de adrenalina, y una sensación tremenda de excitación cuando nuestro equipo mete la pelota en el arco rival. Hay mucho de adicción en el apego al balompié, hay que decirlo, porque el aficionado quiere sentir una y otra vez eso mismo que se vive cuando se saborea un gol, un triunfo, o el once levanta una copa.
En el otro extremo de la gloria, se encuentra con el frío de la decepción cuando la meta no se consigue o cuando el rival anota más veces. Aquí, como en cualquier otro orden de la vida, entre más se sube, más duele la caída. Entre mayores son las expectativas, más intensa se sufre la decepción. Podemos establecer una regla invariable para el futbol: el dolor por la derrota es inversamente proporcional a la distancia que hay de la meta.
El pasado 21 de mayo, en la semifinal de vuelta del torneo Clausura 2022, experimenté una de esas emociones intensas que se viven una o dos veces en el año. Mis Tigres llegaban a su casa con un marcador adverso de tres goles, que les había metido el Atlas en la ida. Necesitaba marcar por lo menos la misma cantidad, sin respuesta, para avanzar a la gran final. Misión imposible. Comparecí ante la TV ya resignado. Para colmar la desgracia, un gol de los rojinegros antes de que terminara el primer tiempo cayó como una enorme baldosa para prensar el ánimo de los seguidores de la U. Cuatro goles ya no pueden ser superados. Uno entiende y razona, pero el corazón es necio y se niega a aceptar lógicas. De cualquier manera, uno tiene por lo menos 45 minutos para hacerse a la idea de que el torneo ya está terminado y que Tigres hizo un buen esfuerzo y merece un aplauso de reconocimiento.
Pero entonces surge lo imposible, una reacción de esas que parecen una gesta que será recordada en los libros de texto. Gignac anota de penal, y pienso que se ha marcado el de la honra, para no recibir una muerte de sapo, en cero. Un suspiro después, el francés vuelve a marcar con un derechazo. Mi personalidad de aficionado moribundo, que respiraba agónicamente, se agita y mueve levemente los brazos. Hay vida. Luego, ocurre lo impensado. Otro penal en favor de Tigres que vuelve a cobrar impecablemente André Pierre. El moribundo se endereza y sonríe. Me estoy enfermando de taquicardia.
Y es entonces, en el momento dorado del festejo, comienza a fraguarse la frustración. No lo sé aún, pero estos Tigres van a hacer algo para llevarme al cielo.
Ya había ocurrido, con aquel gol agónico de Dueñas en la final de vuelta, en el Clausura 2016 ante el América. Y esa vez nos llevamos el gallardete. Me siento morir cuando al 81 se consuma la remontada, con gol de Lichnosvky. Es imposible. Tigres ha conseguido anotar cuatro goles en 30 minutos. Estamos en la Final.
Grito en la celebración. Y sigo gritando. No me importa lo que digan los vecinos porque, sin asomarme a la calle, sé que el vecindario está en excitación idéntica y que en cada casa donde se sigue el partido se vive la misma locura electrizante. Atlas es el campeón vigente y ha hecho un gran torneo, pero Tigres tiene una enorme capacidad para caminar en las lindes del precipicio, sin caer. A veces se resbala y se pierde todo, pero en esta ocasión ha apostado fuerte y va ganando.
Termina la celebración y sé que quedan diez minutos más, o quince, porque los juegos, con revisiones, tienen hasta 10 o 15 minutos extras. Sé que aún hay tiempo para que los visitantes emprendan sus ataques en oleadas, como lo hacen. Pero nuestra línea de defensa está sólida. Los felinos se amontonan al fondo, porque el torneo les va en ello, es imprescindible evitar un gol. Los centrales se baten con galanura y rechazan por aire una y otra vez los centros al área de los académicos, con la consigna del Ave María. Estoy al borde del colapso. Pero me repito que el futbol está hecho de esto, carajo, de agonía para obtener la victoria. Ah qué belleza. El balón me hace vibrar muy alto.
Y de pronto, zas. Al minuto 93, penalty a favor del Atlas. El sudor se me congela en la nuca. No puede ser. Se revisa la jugada en el VAR. Yo también la reviso y tengo que hacer un extraordinario esfuerzo de madurez, dificilísimo ejercicio cuando uno ve futbol, para reconocer que hay una ligera carga Angulo sobre la espalda de Rocha. Pero el fanático que en mi habita, el mismo que se había levantado sonrosado, después de estar tendido en la plancha de la morgue, se niega a aceptar la realidad y grita en mi interior que el árbitro es un vendido o un inepto, y que quiere afectar a Tigres. Pero, jugando internamente a las vencidas, gana el brazo de la justicia y me digo entre sollozos que el penal estuvo bien marcado.
El mismo jugador que recibió la falta se encarga de cobrar y anota. Todo termina. Qué horrible sensación. Además de triste, afónico. De tanto cantar el gol de la remontada se me tronó la garganta. Estaba a unos minutos de avanzar a la final y ahora ya estoy eliminado. Los que gozamos del futbol hemos degustado la dicha incontrastable de llegar a la serie por el campeonato, y ni qué decir, de ganarlo. Pero es hora de despertar del breve sueño. Me han metido un estilete en el plexus solar. No tengo nada qué reprocharle a Angulo, que hizo una buena campaña. El árbitro silba y el duelo termina 4-2, marcador que le da el pase a los tapatíos por los tantos que marcó en la ida.. No me queda más que hacer un repaso relámpago por las etapas del duelo, y aceptar la realidad. Pero la depre no se me va. Ya he pasado con mis felinos por muchos fracasos idénticos previos. He andado ese triste camino, así que sé que al día siguiente ya me integraré a la vida con normalidad.
Y de la experiencia queda un saldo risible. Tigres alineó indebidamente a nueve extranjeros, cuando, por reglamento solo podía incluir ocho, como máximo. Así que la Federación Mexicana de Futbol, como castigo a los universitarios determinó que perdieran 2- 0 en la mesa. Se anuló el triplete de Gignac, y todo lo que ocurrió queda en una linda anécdota que va a la lista de los ridículos memorables.