El sábado pasado asistí junto con mi esposa y mis dos pequeños hijos al partido de Rayados contra León (0-1), tras largos meses de ausencia de los estadios a causa de la pandemia.
Quiero admitir que como aficionado que soy al futbol (entiéndase no hincha a ultranza), acostumbro acudir tanto a los partidos en los dos estadios, donde igual he gritado un gol de “Divino” Gaytán que del “Chupete” Suazo.
Tampoco escondo que soy mas rayado que felino. Pero no me corto las venas, no me peleo con mi compadre por defender a un equipo, no me gasto el sueldo en boletos, abonos, playeras, o en tomar cerveza hasta ver nublado el juego y balbucear. Tampoco le recuerdo a sus mamacitas a técnicos, jugadores o árbitros.
Me gustan los Auténticos Tigres de futbol americano y sus colores porque soy egresado de la UANL y, cuando se puede, vamos a apoyarlos al estadio Gaspar Mass. Y si juega el equipo de futbol y tengo accesos, voy con agrado; me siento, intento ver el juego sin pestañear (puede que hasta analizarlo), y quiero que gane el de casa, no el visitante.
¿Y saben por qué deseo que ganen los Tigres cuando asisto al estadio? Para que esos casi 40 mil hinchas que van religiosamente cada sábado sean felices, no se infarten si pierden, no regresen a casa malhumorados, pateando todo los que estorba a su paso y, en el peor de los casos, sin dinero para cubrir los mínimos gastos de la semana.
Un sábado de hace varios años me regalaron unos boletos para el partido Tigres contra Chivas. Estuve parado abajo de la pantalla y quería ver jugar al “Bofo” Bautista por su polémico llamado a la selección mexicana. La verdad le vi muchas cualidades.
El caso es que junto a mí se paró una persona masculina de aspecto humilde que apenas se sostenía en pie por tanta cerveza que estaba bebiendo. Dudo que veía el partido por su baja estatura, pero sobre todo por su estado etílico.
Me imaginé que acababa de salir de su modesto trabajo con un bajo salario. Y que por su pasión a los Tigres (igual pasa en los Rayados), había comprado un boleto en la reventa al doble o triple de su precio normal. Era el Guadalajara, no cualquier equipo.
No sé cómo terminó después de la última cerveza que se tomó. Lo veía ir y venir a las hieleras tambaleante. Y me pregunté: cuando llegue a su casa, a pie o en taxi (porque en transporte público no se lo permitirán), ¿cuánto dinero traerá en sus bolsillos para la despensa de la semana, los útiles escolares y el pago de los servicios?
Esa es la parte que no me gusta del espectáculo del deporte más popular del mundo.
Sin embargo, entiendo perfectamente el negocio de los patrocinadores: entre más gente asista a los estadios, más abonos se vendan, más cerveza, refrescos y pizzas se consuman, y las nuevas playeras se agoten, mejores jugadores vendrán como Gignac y Funes Mori.
En pláticas de amigos soy muy sincero: voy al futbol cuando me regalan boletos o me invitan a un palco; tengo una playera del Monterrey, pero no la nueva; a mi esposa le regalé una de Tigres porque le gusta el francés, y una del argentino porque suspira al ver al argentino-mexicano.
Quiero que Héctor Hugo un día sea aficionado de Rayados, y Marco Sebastián de Tigres. Y mientras se pueda iremos al Volcán y al BBVA sin pasión a ver a hombres y mujeres, solo por el gusto de ver rodar el balón.