París es París. Sin necesidad de ningún artilugio, es la Ciudad Luz, la ciudad del amor, la ciudad de la moda y de las tiendas de más glamour en los grandes espacios comerciales.
Es la ciudad del Río Sena y de la emblemática Torre Eiffel. Sin embargo, la espectacularidad de las ceremonias de apertura y cierre de los Juegos Olímpicos magnificó el nombre e imagen de esta “ville” (ciudad).
La celebración durante tres semanas de competencias de por sí fueron un atractivo para enamorarse de París. Los que conocen ya la urbe revivieron su nostalgia y deseos de regresar, mientras que los que nunca han pisado sus calles y boulevares o jardines, han soñado con llegar algún día, ahorro tras ahorro, a sus sitios míticos.
Pero ¡cuidado!, no hay que alardear que todo es agradable y fascinante en París. Para empezar, la enorme seguridad desplegada por el gobierno de Francia y empresas privadas de alta tecnología, con el uso inclusive de Inteligencia Artificial (IA), llevó a extremos su vigilancia con resultados asombros. El escenario parecía el de una guerra, con guardias armados “hasta los dientes” por todos lados y con aparatos de geolocalización asombrosos. Sí. Había mucha seguridad a costa de la privacidad de las personas que andaban en su deambular por las calles.
También hay que saber cómo se las ingenió la autoridad para que los rayos luminosos no alumbraran a los pobres callejeros, que a diario deambulan con sus trastes y cartones para dormir, inclusive en los amplios Campos Elíseos o cerca del Arco del Triunfo. Los supieron esconder muy bien, lejos del centro de París. En la ceremonia de apertura ya pudieron acercarse a su entorno, pero porque el Stade de France en San Denis está a media hora en taxis; ni peligro que sus luces cayeran sobre el rostro y la cabeza de los sin techo.
Hoy, ese otro París ha vuelto a asomar su rostro. Y son los mismos que siguen hurgando en los botes de basura o levantando la mano por una moneda o un poco de comida que le haya sobrado alguien que le tenga lástima. Ya está de vuelta ese otro París de los africanos perseguidos por la police, tratando de arrebatarle su mercancía envuelta en mantas.
Sí, sí, también está el París de siempre con sus largas filas en la Torre Eiffel tratando de aguantar el solazo con tal de comprar un boleto para escalar el monumento legendario de una estructura de hierro. Y ni qué decir de los que se arremolinan en el Museo de Louvre en busca de satisfacer su sed de cultura y ver la miniatura de la Mona Lisa.
Uno y otro París se las ingenian para convivir. No importa que el turismo de gala trate de ignorar a uno de ellos.