No soy asiduo a partidos de futbol profesional. Es más, he visto casi nada de esta modalidad deportiva. Lo poco que he visto se concreta a unos seis juegos de futbol de nivel olímpico y uno que otro de las ligas profesionales de nuestro país.
Con este ambiente de Liguilla que vive la ciudad me sumergí en ese atractivo que representa ir al estadio. Asistí al segundo juego de semifinal de las Rayadas y al primero de la final de las Tigres. La final preferí verla por televisión.
Con lo técnico no me meteré, porque, como periodista, el futbol nunca ha sido mi campo. Lo poco que he estudiado de futbol lo vi en mi licenciatura bajo la instrucción de un referente indiscutible de Tigres: Roberto Gadea, pero un semestre de teoría y práctica no me hizo especialista.
Lo que sí tocaré son aspectos de organización, una porque eso estudié en mi Alma Mater, la UANL, otra porque me ha tocado organizar eventos menores y una más, porque he estado en grandes acontecimientos deportivos que, en verdad, me han impactado.
No entiendo cómo Tigres y Rayados buscan ser como clubes de Europa, cuando aún realizan prácticas obsoletas de atención al público, de experiencia de los fans y del espectáculo previo al juego.
En Rayadas, en el juego contra Pachuca, el juego inició a las ocho. La gente empezó a hacer fila para entrar desde las seis de la tarde, pero las puertas se abrieron a las siete. Quizá el club no los necesite, pero perder ingresos por una hora de consumo de los aficionados, qué ironía.
Y lo inesperado: la tecnología falló, y no sólo por mi puerta de ingreso al estadio, la 8, sino en todas: no se podían registrar los abonos y por lo tanto los poseedores de estos debíamos esperar a que el club resolviera el inconveniente; solo los aficionados con boleto, también electrónico, podían ingresar.
Los aficionados comentaron que no era la primera vez que fallaba el aditamento que verifica la validez de los abonos, sino que el mismo problema ya se había presentado en otras ocasiones y hubo que esperar a que un técnico, que fue puerta por puerta, llegara a la suya, con la correspondiente afectación al usuario del estadio.
Ese día contra el Pachuca, la mayoría de la gente no se movía, ya que predominaron los abonados. Los aficionados, con justa razón, empezaron a protestar. Si traes abono lo obvio es que esté pagado, así que la revisión bien pudo salir sobrando.
Los aficionados pedían a los “boleteros” que por lo menos pasaran los adultos mayores y algunas madres con niños pequeños. No lo permitieron y hasta llegaron a molestarse cuando se les pidió esas consideraciones, señalando como “alborotadores” a quienes más reclamaron.
Tras mantenerse la falla y después de 15 minutos de espera, al personal del estadio no le quedó más remedio que dejar pasar a todos los abonados; prácticamente toda la gente que estaba por esa puerta.
Hay otro detalle en el mundo de nuestros estadios, un concepto del que creo que abusan los dos clubes y es la venta de productos comestibles. Se entiende que las concesiones son ingresos, pero demasiada vendimia se asemeja a un tianguis de colonia popular.
Por qué no le hacen como estadios de primer mundo: pocos productos y quien los desee debe ir por ellos a los estands. Pareciera que el negocio de los clubes son más las concesiones de marcas que el futbol en sí.
Y es que tanto vendedor distrae: pasa el de los chicharrones, el de los tacos, pizzas, aguas frescas, tortas, en fin… Y si te toca al lado de un glotón, cuánta angustia estar aguantando tanto ajetreo. Esto no se ve en estadios de futbol grande.
Otra más en uno y en otro estadio: cómo les gusta apagar las luces cuando entra el equipo de casa y cuando cae una anotación a favor. Privan a los aficionados del gusto que provoca ver salir a sus ídolos y, además, limitan a la televisión de momentos de relevancia, sobre todo en el gol.
Por ejemplo, en Tigres, en el juego de ida de la final, personal de la Federación preparó un escenario digno de la fase de competencia. Colocaron un arco gigante por el que pasaron los equipos y también pusieron una mesa donde lucía el trofeo de campeonas.
Bueno, pues todo ese momento fue de plena obscuridad, en el que ni jugadoras ni espectadores pudieron deleitarse con la intención que tuvo la Federación, y todo por apagar las luces del estadio.
Y encima, ¡cohetes! Qué no ven las directivas el problema de la contaminación que nos agobia y todavía echándole más lumbre.
Luego, ese pestilente humo tarda en dispersarse entre 10 y 15 minutos en los que se opaca la visibilidad tanto para el público, como nuevamente para la televisión. Qué necesidad de dañar el de por sí ya mermado medio ambiente que tenemos…
No exageré cuando comparé este “folclore” de nuestros estadios con los mercaditos populares. Cuánta gente permanece alrededor de la cancha; mucha, muchísima… Tan solo detrás de las bancas, en ese juego de las Tigres conté ¡40 personas!
Claro, en ellas integro vigilantes, policías, paramédicos… Pero, ¿debe haber técnicos y ayudantes de todo tipo, comentaristas de medios que no están en vivo, abastecedores de bebidas electrolíticas cuando las jugadoras ni nadie del equipo se acercan? Y esto solo detrás de las bancas, habría que revisar la otra banda y las zonas de la línea de meta.
Todo esto impide un escenario limpio, claro, nítido, y sí permite tener tanto distractor en torno a la cancha, alrededor del protagonista que es el futbolista y a quien el público busca ver, y del espectador, quien es el consumidor y es quien más debe interesar a los clubes.
No se vale decir que así de pueblerinos son nuestros estadios. Si las directivas aspiran a ser como las de equipos de primer mundo, debieran empezar con la correcta funcionalidad de sus estadios. Ojalá que la Copa Mundial de 2026 les traiga escuela de buenas prácticas en pro de los aficionados.