No estoy de acuerdo en que muchos padres de familia fanaticen a sus hijos desde la más tierna de edad de éstos, ni en la religión, ni en el arte, ni en la política ni en los deportes como el futbol soccer. Porque un fanático vive sembrando odio y vomitando culpas. Por donde se le vea, es un verdadero peligro para la convivencia humana, pues no sólo tiende a los nacionalismos enfermizos, sino a faltar al respeto y a la tolerancia hacia los demás y no permite la libertad de creencia porque define como enemigos a los que se le oponen y piensa que sólo su verdad es la única y nadie tiene derecho a disentir.
En deportes, un fanático, peor aún, no es solamente el que se embelesa con sus fetiches y sus colores, sino el que ataca y hiere a los que no veneran esos fetiches y sus colores, y a veces con el concurso de los medios masivos y periodistas descerebrados. O sea, el fanático no se ocupa de lo suyo nada más, porque su gozo está en burlarse, hacer mofa de los otros en medio de una distracción insana. Y, si puede, busca aniquilarlos.
Un fanático, en el fondo, padece el síndrome de Hitler, ya que su mentalidad destructiva lo lleva a exterminar a los rivales, como los nazis lo hicieron con los judíos, los negros, los homosexuales, etc. Así es que no debemos pervertir el cerebro inocente de los niños. Al contrario, hay que enseñarles a divertirse y a gozar o sufrir con sus preferencias sin desear el mal a nadie. Y más en el deporte profesional, donde los que verdaderamente ganan o pierden son los dirigentes y los que están en la cancha, y al final de cuentas, al terminar un juego y al apagarse el fragor de la batalla deportiva, conviven como buenos amigos por formar parte de una misma profesión.