En una reciente velada con amigos y amigas debatíamos sobre la relevancia que representa para el entorno de los aficionados en México, la existencia del futbol femenil.
Por un lado, las chicas presentes alegaban que los seguidores del balompié eran injustos, pues únicamente acudían a los partidos de los varones y dejaban en el desamparo a los de las mujeres, que reciben poca atención. Aderezaban el comentario, señalando que además de desdeñar las transmisiones de TV, la mayoría se abstiene de acudir al estadio para aportar algo a la ya de por sí exigua taquilla que perciben ellas cada semana.
En el otro extremo de las argumentaciones, yo sostenía que el futbol, al igual que cualquier otro espectáculo, es de recompensas. Esto significa que los hombres sí vamos a ver a los equipos del máximo circuito porque aportan más emociones que los juegos de las chicas. Trataba de explicar, no sé si lo conseguí con atingencia que, superando los temas de las misoginias y el maltrato de género, peligrosamente presentes siempre en estas conversaciones, el juego de hombres es mucho más atractivo para los hombres, porque es un hecho que quienes mejor se desempeñan en la cancha son ellos, más que ellas.
Había una precisa contrarréplica que me hacían, sobre el potencial desarrollado por equipos femeniles encumbrados como Estados Unidos, Finlandia, Inglaterra, que manejan la pelota mucho mejor que cualquier equipo promedio de primera división mexicana. Estoy de acuerdo. Vi la final del reciente Premundial femenil de Concacaf jugado en México, en el mes de julio. En el juego de la Final, las estadounidenses y las canadienses dieron un concierto de pases y precisiones impresionantes. Aplausos de pie para ellas. Desafortunadamente su elevado nivel es excepcional, argüía.
En un momento de la rebatinga llegué a punto escabroso, en el que podía irme al desfiladero con mis razonamientos machistas. Como lo dije esa vez, sostengo que el futbol de hombres es más atractivo por rápido y eficiente. Cierto, hay numerosos equipos que dan lástima por su pobre desempeño, pero por lo menos son ocasión para que les metan gol y existan sobresaltos, que es lo que se demanda cuando un juego está soso.
Pero, y aquí entra un aspecto sociológico del juego, los futbolistas son el avatar del aficionado. Una gran mayoría de los seguidores del futbol crecimos jugándolo. Sabemos lo que es estar en una cancha, correr detrás de una pelota, enfrentar al rival, esforzarte para evitar ser superado, tirar a puerta, combinar. Al crecer vemos a jugadores que están en el tope de sus habilidades y que son dignos de admiración, esos que con inocente exageración llamamos ídolos. De alguna forma subconsciente hay una proyección en ellos de nuestra aspiración silente de estar en la cancha. No es que cuando veamos un juego del mundial suspiremos por estar ahí en un partido entre los 22 mejores. Me refiero a que el que alguna vez jugó futbol siempre está proyectándose en los jugadores que ve. Es como en las películas que se ven cuando el cine está apagado y en la penumbra, el que está en la butaca se convierte en ese tipo que vive mil aventuras por las que él jamás pasará.
Al final de la conversación, que comenzaba a calentarse por mis expresiones que, me decían, estaban cercanas al desprecio, me comentaban que, en el fondo del problema de la falta de seguidores para el futbol femenil, estaba la carencia de promoción. Me decía una de las interlocutoras, con justa razón, que de haber un mayor marketing habría un incremento en el número de asistentes y de rating de TV en el juego de las mujeres.
Antes de que escalara la tensión decidimos dar por terminado el siempre mercurial debate. Las discusiones sobre el futbol femenil siempre traen espinas, pero es necesario acercarse a ellas, aunque sea con mucha cautela.