Rusia invade Ucrania. Regresa la barbarie anexionista que el mundo creía superada después de la Segunda Guerra Mundial. El tiburón tira una dentellada sobre un bocado valioso.
El conflicto geopolítico, regionalizado alcanza también el deporte en todo el orbe. Aunque la actividad no se detiene y siguen las competencias en diversas disciplinas, hay preocupación generalizada. El ruso Danil Medvedev, quien será el número uno del tenis por unos días, no se ve muy feliz con los avances de los guerreros en la región del Donbás. Yaremchuk, del Benfica, desafía a la FIFA y tras anotar el del empate, ante el Ajax, en juego de la Champions en Portugal, se levanta la playera para mostrar otra con el escudo de su país, en respaldo a la patria asediada. La Final del torneo ya no se jugará en San Petesburgo, en mayo próximo, por seguridad de los jugadores y repudio de la UEFA a la invasión.
En este teatro de amargura el mundo se pregunta si vale la pena seguir jugando, si ante el derramamiento de sangre frente al Mar Negro, es correcto que la fanaticada siga hinchando en las gradas y alentando a su equipo en otra jornada de balompié. Yo digo que sí. Hoy, más que nunca, el balón debe rodar, porque el planeta está obligado a demostrar que la agenda no debe ser marcada por intereses de poderosos que atropellan a los pueblos.
No somos indiferentes, por supuesto, las penurias por las que pasa la nación que le regaló al mundo al crack Andriy Schevchenko. Pero ante una avanzada bélica, que estamos lejos de entender, y que es controlada por tipos que están a kilómetros del campo de batalla, no podemos simplemente sentarnos a contar las bajas, como en un macabro video juego. El que quiera, puede orar por la paz mundial, en algo ayudan los buenos pensamientos. Pero lo que creo que es más efectivo, en este caso, es continuar con el quehacer cotidiano, incluidos el futbol y los demás deportes, para que los dioses de la guerra no consigan someternos a una parálisis de estupor, por los vuelos de sus poderosos aviones Su-57 de la armada de Moscú, que destruyen todo, con proyectiles teledirigidos.
Estoy de acuerdo con Gianni Infantino, máximo dirigente de la FIFA, que señala que, por ahora, el futbol no es prioridad, cuando caen obuses sobre la población en Donetsk y Lugansk. Se reprograman partidos y sedes, y se emplazan algunas decisiones sobre el futuro del Mundial de Catar, a finales del presente año. Pero el juego no debe detenerse. El mensaje debe ser enérgico, sobre la necesidad de mostrar al mundo que el futbol da esperanza.
Presidentes y generales pueden aprender algo de lo que se hace en la cancha, pues en cada partido hay una demostración de los alcances de la solidaridad, el trabajo en equipo y del premio de los que se esfuerzan más y actúan de acuerdo a las reglas. En una contienda, como la de un partido de balompié, regida por un sistema democrático, se juega entre iguales, en condiciones idénticas.
No podemos negarnos el derecho de ser felices por calamidades ocasionadas por ambiciones imperialistas. El futbol provoca un estado de ánimo saludable, refuerza la autoestima y provoca unidad en las comunidades y en los grupos de convivencia. Mientas alguien ordena que se cargue el fusil con más balas, estamos obligados a responder con medidas humanistas y de formación, fomentándolas entre los nuestros. El juego permanentemente forja carácter, y da salud mental y física. El que patea un balón reflexiona, aún sin proponérselo, sobre temas de inclusión. Estoy seguro de que, de manera inconsciente, cuando ha terminado la partida, va germinando la idea de que ha pasado por una experiencia de igualdad. Si saberlo y sin pensarlo, quizás, entiende que los colores de la piel no son más importantes que los valores del individuo, sus habilidades, sus capacidades, su empeño.
Que siga el juego. Espero que el entendimiento llegue a los políticos y retiren el dedo del gatillo. De lo que estoy seguro es que cuando es los cañones dejen de vomitar fuego, muerte y estruendo, en los estadios y en los llanos seguirá gritándose con fuerza cada gol.