El futbol proporciona la oportunidad, ocasional, de atestiguar milagros inesperados. Algunas alteraciones a los partidos vienen en forma de imágenes sorprendentes.
Debe estar entre los cinco momentos memorables de la historia del balompié, la estampa de Franz Beckenbauer, llevando la pelota con el brazo derecho pegado al cuerpo con vendajes, a causa de un hombro dislocado.
Ya se conocía la resiliencia de la estirpe teutona. Alemania fue derrotada en la Segunda Guerra Mundial, pero el país no se dio mucho tiempo para llorar. Las juventudes que quedaron desoladas entre los escombros volvieron a reconstruir una nación y la hicieron grande.
Entre los niños que sobrevivieron al garrotazo que asestaron las fuerzas aliadas al Eje estaba el joven Franz, nacido en Munich.
Llegó al mundo en septiembre de 1945, un mes después de que Estados Unidos mostrara las dimensiones del horror atómico en Japón.
En ese mismo año, poco antes, Hitler se había volado la tapa de los sesos, indispuesto a tolerar una vida sin supremacía aria. Cuando estuvo en edad de salir al mundo, el joven Franz Anton se convirtió de inmediato, en un jugador destacado, que llamaba poderosamente la atención, por su disciplina, liderazgo pero, sobre todo, por su visión del campo.
La directiva del Bayern Múnich, que detectó, de inmediato, que escondía entre los botines pepitas de oro, firmó al chico a los 14 años.
Sus primeros entrenadores se dieron cuenta de que el muchacho alto de cabello ensortijado y mirada inteligente, hacía diagramas de la cancha mientras conducía la pelota. Y eso también formaba parte de sus fortalezas: acarreaba el balón como si lo trajera imantado al pie.
Nadie se equivocó en el diagnóstico del futuro crack, que de inmediato derrochó clase y estatura de coloso. Porque Beckenbauer inventó una extraña posición en el futbol: el líbero, una especie de medio de contención que ayudaba a la zaga, en un despliegue que ahora los teóricos del balón llaman juego box to box.
Ganó todo con el conjunto rojo de Baviera, con el que hizo prácticamente toda su carrera a nivel clubes. Pero el mundo lo conoció como un mariscal de campo.
Al emperador de Alemania se le conocía como el Káiser, el equivalente al César, supremo gobernante de los romanos. Beckenbauer fue justamente denominado el gran Káiser de la Manschaft por su disposición a guiar a sus tropas sobre la cancha.
Estuvo en el Mundial de 1966 y cayó entre polémicas y un gol fantasma ante los anfitriones ingleses, que una década atrás, también los derrotaron en la llamada Batalla de Inglaterra cuando la fuerza aérea de los nazis pretendió diezmar a la de Churchill, derribándose con metralla sobre el Canal de la mancha, aunque fracasó en el intento.
Franz se consagró en el Mundial de 1974, cuando finalmente pudo levantar la copa, en la final ante Holanda, en el Estadio Olímpico de Múnich, con su gente como testigo de honor.
Pero la imagen con la que pasa a la historia es la que lo muestra como orgulloso teutón, herido en la batalla que aún sostiene el fusil y arremete con balloneta.
Fue en el Mundial de México 70. El 17 de junio, en el Estadio Azteca, repleto hasta las oriflamas, se jugaba el partido de semifinal entre Italia y Alemania. Con el número 4 en la espalda fue protagonista del llamado juego del siglo, que al final se llevaron en tiempo extra los azules.
Durante el trámite del partido, el capitán de los teutones chocó con Faccheti y se dislocó el hombro. Al principio el árbitro Yamasaki supuso una táctica dilatoria, pero la intervención de los fisiatras anticipaba algo más serio.
Los huesos del hombro se habían separado con la colisión. Pundonoroso, Beckenbauer hizo que le inmovilizaran el brazo pegado al cuerpo, con improvisados primeros auxilios, y así continuó en el alargue. Lo sorprendente es que su rendimiento no disminuyó.
Aún tuvo fortaleza y concentración para convertirse en el distribuidor vial del equipo. Siguió enviando pases precisos y se mantuvo de pie, hasta que el árbitro decretó la finalización del partido.
Alemania cayó e Italia a la postre fue subcampeón, en esa justa que se llevó Brasil, como era la costumbre de la época.
Pero queda el recuerdo para las estampitas de historia, de Franz mientras conduce la de gajos con el brazo lastimado, pero con el corazón siempre intacto.