Vi llegar a Luis en dos ocasiones a patear el balón sobre el pasto sintético de la pequeña cancha. Era el martes 22 de octubre. Iba acompañado de Jonathan, su amigo del barrio. Ambos viven en la brava colonia Industrial de Monterrey, atrás de la Central de Autobuses.
A sus once años todavía tiene cara de un niño que, apenas llegó el entrenador Adal, dejó de jugar y se sentó junto a la raya lateral blanca. Y ahí quieto, aferrando en sus manos una vieja pelota de futbol, permaneció como estatua la hora que duró el entrenamiento. No era la primera vez que iba.
El jueves 24 de octubre antes de las seis de la tarde, y cuando oscurece más temprano por el ocaso del Otoño, Luis no volvió a fallar en acudir a las instalaciones deportivas -ubicadas en Bernardo Reyes y José Miguel Domínguez-, junto con Jonathan. Pero antes hizo la tarea de la escuela en casa.
Por su mamá Skarlett que ayuda a vender elotes crudos a la abuelita materna de Luis sobre Calzada Victoria, supe días después que cursa el primer grado de secundaria. Su abuelo, por las tardes, los vende calientes, enteros o desgranados en un carrito sobre la calle Villagrán afuera de un Oxxo. Tiene dos hermanas, una mayor y otra pequeña.
En cada práctica, atrás de la barda que separa la cancha del público, los papás vemos a nuestros hijos entrenar en un complejo relativamente nuevo del edificio de seis pisos donde, en el techo, está la escuela de futbol Fan Soccer. Pero Luis no está inscrito, solo observa.
En el sector van y vienen los migrantes que se surten de bolillos en Soriana Colón; otros duermen sobre las vías el tren cerca del albergue de la Parroquia Santa María Goretti; los pasajeros apresurados suben y bajan de los vagones de la línea 1 del Metro, y cruzan las avenidas Colón y Bernardo Reyes para llegar a sus casas de la populosa colonia Industrial, y más lejos a la Treviño.
Luis no se mueve donde está sin dejar de mirar la práctica. Quiere
pero no puede invadir el rectángulo verde. No tiene dinero para pagar la cuota de inscripción, las mensualidades, el arbitraje y tampoco los uniformes. Eso me respondió cuando le señalo que en la segunda cancha están los de su categoría de 11 a 13 años.
El sol se esconde atrás del alto edificio de al lado y a lo lejos se ven las montañas. Luis viste una playera blanca sin mangas, short claro con rayas y cuadros abajo de las rodillas, y unos tenis negros. Pero no tiene unos tachones de futbol, aunque sean usados, en caso de entrenar junto a los demás niños.
La siguiente parte de la historia es la que más se me dificultó escribir. Mientras veía a mi hijo Héctor Hugo en la práctica, y a Luis sentado, se me vino a la mente cuando en Torreón, Coahuila, tres de los cinco niños hermanos Jiménez Castillo quisimos, pero nunca pudimos, tomar clases privadas de futbol, basquetbol o natación por una sola razón: en casa no había dinero suficiente para ello.
Jugábamos futbol en la calle con una pelota de plástico, otras veces con un bote de lata, y con suerte un vecino de papás ricos se nos unía con un balón de verdad. Era como el Quico de la vecindad del Chavo del 8. Las porterías eran dos piedras sobre el asfalto y nada ni nadie nos robaba la felicidad de gritar “¡goooooool!”.
Y de ir a los estadios a ver jugar al Torreón-Laguna o al Santos de los años 70: ¡ni en sueños!
Cuando nos fuimos a vivir a Matamoros, Tamaulipas, tenía diez años y algunos amigos jugaban en equipos de ligas pequeñas de beisbol y sus papás los surtían de pelotas, uniformes, bates y guantes. Impecables. Y otros tomaban clases privadas de natación. En mi caso aprendí a nadar en albercas públicas y en el peligroso Río Bravo a escondidas de mi madre Angelita.
—¿Entonces, por qué no ayudar a Luis?—, me pregunté. Y me atreví a violar el sentido de esa frase evangélica: “No dejes que tu mano izquierda sepa lo que hace la derecha. Y las que más se parecen a este relato son: “Ayuda sin esperar nada a cambio” y “haz el bien sin mirar a quién”. Ese soy yo. Así moriré un día.
Convencer a Luis no fue difícil. Su mirada y su sonrisa incrédula delataron sus ganas de ¡nunca más! mirar los entrenamientos sentado dentro de la cancha de sus sueños. Y el segundo paso fue pedirle el contacto de sus papás para explicarles mi única intención de apoyarlo.
Todavía sin creer lo que estaba sucediendo y que cambiaría su rutina dos días de la semana, y quizá su vida, me compartió el número de celular de su mamá, a quien expliqué que mi hijo mayor Héctor Hugo está en el equipo de Jonathan (amigo de Luis), y que su hijo ya estaba inscrito. Hasta le mandé una fotos de los tres juntos.
Se podrán imaginar las palabras de Skarlett. Nada qué agradecer, le dije. Días después supe, por vecinos que la conocen, que son buenas personas, sencillas y trabajadoras. Y que también han sufrido y superado problemas en el seno de su hogar.
Pero faltaban cubrir otros gastos: las dos playeras de entrenamiento, el short y las calcetas, el uniforme para los torneos oficiales… y los tachones de Luis.
Ya resuelto el tema del dinero fue aceptado por el entrenador y se unió a su primera práctica. Tiene ganas de aprender la técnica de controlar, conducir y patear con la zurda el balón; de superar y esquivar al contrincante, y de jugar en equipo, porque eso nadie lo enseña en los barrios.
Por los escasos ingresos diarios de la familia Castro por la venta de elotes, nunca hubiera alcanzado el dinero para inscribir a Luis y sostenerlo en la escuela de futbol.
Un día terminó el entrenamiento y lo alcancé antes de tomar el elevador que lo llevará del sexto piso a la planta baja del edificio, para luego caminar por Bernardo Reyes hacia el norte, a oscuras, y voltear en Calzada Victoria hasta su casa ubicada en una vecindad.
—¿Cómo te has sentido?—, le pregunté.
—Cansado, me respondió y agregó: “¿Podré seguir viniendo con estos tenis a entrenar?”.
No supe responderle rápido sobre sus inseparables tenis negros, los mismos que lleva a la escuela y que no aguantarían más días de práctica pateando el balón.
Entonces se me vino una idea: preguntar a un grupo de amigos que tengo en WhatsApp con un mensaje enviado el 6 de noviembre: “¿Quién de mis amigos tiene unos tachones de futbol usados para pasto sintético, talla 4 ó 5 para un niño de escasos recursos? Gracias”.
La respuesta fue inmediata, no solamente de un amigo, sino de cinco más: uno de ellos (OF) me mandó unos nuevos talla 5 a la oficina de Hora Cero; otro (HL) me depositó la cantidad exacta de los tachones; (RR) me dijo que un amigo suyo se los compraba; (ML) también se interesó en regalárselos, y una amiga (AS) se apuntó con los uniformes.
Eso fue el 6 de noviembre. Al día siguiente cité a la mamá de Luis en la tienda Pirma de Calzada Madero donde llegó acompañado de su hijo y su pequeña hermana para elegir el modelo y el color a su gusto.
Fueron minutos de felicidad. Como si Santa Claus se hubiera adelantado.
En otro día de práctica Luis ya tenía sus dos playeras de entrenamiento, la oficial para los torneos, y el short y las calcetas azules. Todo el kit completo. Y a través de un video envió un mensaje de agradecimiento a la persona que se los regaló (AS).
Para llegar a la tienda Pirma Skarett y sus hijos habían caminado más de kilómetro y medio desde su casa para llegar a la cita. Era un día soleado de noviembre, y hacía calor de casi 30 grados a las tres de la tarde.
Sin dudarlo les ofrecí un raid en mi carro ya que vivimos por el mismo rumbo. Los dejé en Guerrero y Calzada Victoria, más cerca de su casa. Los tres iban en el asiento trasero. Y un sonriente Luis no soltaba, ni por equivocación, la caja con sus tachones nuevos.
Ha sido casi puntual en asistir a los entrenamientos martes y jueves, salvo dos por lo cual su mamá lo disculpó porque tareas escolares atrasadas, y otra vez por enfermedad. Todos los alumnos de Fan Soccer van de las seis a las siete de la tarde, y el sábado o domingo hay partidos de torneos.
El jueves 15 me encontré a Skarlett y a su hija menor sentadas comiendo palomitas en las gradas de la cancha donde Luis conduce el balón, se lo pasa “al profe Navarro” quien se lo regresa, y dispara con la zurda a la portería. Ya está integrado al equipo; ahora faltará ganarse un puesto de titular.
—¿Papá, por qué apoyas a Luis?—, me preguntó hace días Héctor Hugo, mi hijo mayor.
La respuesta se la dio su mamá Paola: “Porque hay gente buena. Cuando era niña tu abuelita Andrea no tenía dinero para pagar la inscripción en la escuela pública donde quería estar. Y hubo dos personas que la ayudaron para que yo siguiera estudiando”.
Luis, Jonathan y Héctor Hugo ya son amigos y se saludan al terminar el entrenamiento. No se cansan. Pueden jugar tiempos extras. Y bajando por el elevador confirman que no solamente los une el futbol, sino el gusto por las canciones de Luis Miguel, sobre todo una: “Ahora te puedes marchar…”.
Cuando empiezan a soplar los tardíos primeros vientos fríos en Monterrey ante la proximidad del invierno, me llegan los recuerdos de mi infancia en Torreón, cuando tres niños arrastrábamos desde muy lejos y hasta la casa una rema seca que, una vez pintada con cal, era nuestro Árbol de Navidad.
Y quiero hacer memoria si en una de las cartas que escribí a Santa Claus le pedí me trajera una pelota de futbol y unos tachones nuevos… como los de Luis.