No tengo idea de cuándo empecé a irle a los entonces Millonarios del América de los años 70, pero conservo en mi memoria haber visto anotar a Enrique Borja, “Pata” Bendita y Carlos Reynoso; atajar y volar bajo los tres palos a Paco Castrejón, Rafa Puente y Nestor Verderi, y driblar rompiendo cinturas de rivales a Batata y Cristobal Ortega.
Era tanta mi pasión por esos colores azulcremas que me enojaba cuando mi mamá Angelita nos llevaba a misa, con mis cuatro hermanos, en el peor de los horarios: ¡a las doce de mediodía! cuando jugaba el América en el Estadio Azteca, partidos que veíamos en una televisión blanco y negro.
Pero todavía peor: cuando perdía mi equipo me echaban carrilla en casa y me ponía a llorar. Era un niño. En la secundaria jugaba de portero y soñaba en ser como mis ídolos, de portero o en cualquier posición. Atajaba penaltis y de vez en cuando anotaba un gol.
Nunca tuve una playera del América, ni original ni pirata, porque mi mamá no me podía consentir de esa manera. Menos ver a mis ídolos en un juego en vivo en la plaza más cercana a Matamoros, contra Monterrey o los Tigres, éstos últimos que ascendieron a Primera División en 1973.
Y así pasaron los años. En 1981 me inscribí en la Universidad Autónoma de Nuevo León donde, por razones económicas, en los primeros tres años de estudiante nunca tuve dinero que me sobrara para pagar un boleto para ver a los Tigres en el Estadio Universitario.
Ya como reportero de El Porvenir empecé a acudir al Universitario y al Tecnológico. Y esa pasión de niño por el América se desvaneció.