Jerónimo Barbadillo González es un tipo serio y de aspecto sobrio.
Los aficionados en México lo recuerdan como aquel jugador cascorvo y de cabello afro, muy al estilo de la década de los 70. En ese tiempo, cuando jugaba en el balompié mexicano, parecía uno de esos vigilantes urbanos de Estados Unidos, conocidos como panteras negras. Le decían Patrulla, porque se parecía a Linc Hayes, el personaje de la popular serie de TV Patrulla Juvenil, que se transmitió en el país a principios de los 70. Como en el show televisado de policías, Barbadillo parecía integrado al movimiento hippie por sus modos que parecían estrafalarios. De piel negra, usaba lentes oscuros y pantalones acampanados. Los sábados por la noche, cuando terminaba el partido salía del Estadio Universitario a toda velocidad en su coche Mustang del año. Seguramente sin proponérselo, abanderaba la vanguardia de la contracultura adentro del equipo de la Universidad Autónoma de Nuevo León. Había llegado en 1975 y, para entonces, la institución venía de un reciente proceso traumático en el que su rector había sido echado por razones de inconformidad estudiantil. La melena le daba un aire rebelde y, los movimientos en la cancha, la libertad con la que se desenvolvía por la banda derecha, cambiando hacia la izquierda, seguido por sus intuiciones, lo hacían parecer un anarquista.
Tiene 67 años y proyecta mucha energía. He pactado una entrevista con él y me lo encuentro en los baños del Hotel Holiday Inn Universidad, en San Nicolás. Mientras nos lavamos las manos, en grifos contiguos, me saluda en el espejo con una inclinación de cabeza. Sabe que lo he reconocido, pero desconoce que soy su próximo entrevistador. Me parece impropio presentarme en ese momento, por lo que salimos de ahí y tomamos direcciones opuestas.
El peruano es plenamente consciente que llama la atención. No puede pasar desapercibido en Monterrey. Se ha ido su melena y anda por ahí con el cabello a cero. Pero el color de piel y sus modales son los mismos que se le conocieron en la ciudad, hace cuarenta años. Su andar es único. Es sabido que los buenos jugadores de futbol, con mucha frecuencia, tienen las piernas abiertas, como de compás. Por ahí lo confirma un tipo llamado Manuel Francisco dos Santos, a quien la historia conoce como Garrincha.
Jerónimo tuvo una infancia difícil, en Lima. Según me ha dicho. Aunque su padre, Willy Barbadillo, fue figura en la Selección Olímpica de Perú y, también, en el Sports Boy, club que los debutó a los dos, pasó considerables estrecheces para formarse jugador y convertirse en figura. Hijo de padres divorciados, se crio con su abuela, y desafió a su papá, que no quería que siguiera el mismo camino de las canchas.
Cuando los representantes de jugadores se le aproximaron para llevarlo al extranjero, tuvo la oportunidad de migrar a Boca Juniors. Tenía muy buenas credenciales para enrolarse con los xeneizes. Pero optó por otros auriazules, los de México, por consejo de quien se convertiría en su entrenador, Claudio Lostanau, a quien Jerónimo siempre tuvo en alta estima.
Hizo fama y algo de fortuna el Patrulla en México, siempre jugando para Tigres. De aquí pasó a la Selección de Perú que participó en España 82. En ese año, antes de la cita ibérica, el equipo felino se había coronado en una final trepidante contra Atlante. Barbadillo, anotó uno de la tanda de penales. Luego del campeonato, Tigres hizo gira por Europa. Cuando pasaron por Italia, Barbadillo se enamoró del país y ahí se quedó a vivir para siempre. No le había ido mal al chico que salió de un barrio de Lima, para hacerse profesional Había llegado siete años antes a México, adquirido por el club de la UANL en 50 mil dólares. Fue vendido en 850 mil, una fortuna para la época. Jugó en el Avelino y en el Udine y a finales de los 80. Desde entonces tiene una empresa de representación de jugadores, que maneja con su hijo y su yerno. Cuando habla, le brotan algunos vocablos del idioma de Dante.
Aunque su mercado, como apoderado de futbolistas, está en Sudamérica, planea introducirse a México.
Jerónimo camina por el lobby con la mirada alerta. Por lo que se ve, siempre está esperando que lo aborden admiradores y aficionados. Y sí, pasan unos segundos y uno de los huéspedes le pide una foto. Acostumbrado, Jerónimo acepta y choca manos y puños. Agradece con voz suave las felicitaciones y halagos. En cinco minutos le han pedido cuatro fotografías.
Finalmente lo abordo. Me presentó y le digo que el Profesor José Luis Esquivel nos ha contactado para una entrevista. Me mira extrañado y aclara que no tenía pactada esa mañana un encuentro con la prensa. De cualquier manera, sin responder, se disculpa y dice que va al estacionamiento a fumar. El contacto llega y saluda al personaje, quien ya recuerda que un día antes, en el homenaje a su compadre Tomás Boy, recientemente fallecido, habían acordado que hablaría ante las cámaras.
Rápidamente, Barbadillo entra en el papel de entrevistado. Viste una camisa deportiva pero, en un parpadeo, saca de quién sabe dónde un moderno saco de cuadros, que se pone para adquirir un aire de formalidad. Tomamos asiento y, acomodado en medio, se muestra cejijunto, como expectante. Me da la impresión de que supone que somos un par de periodistas fans que lo entrevistaremos, por ocasión enésima, de la final contra Atlante. Pero cambia su actitud cuando, mientras Gerardo Ramos acomoda cámaras y luces, le hacemos preguntas relacionadas con nombres que conoce de sus años de gloria, como Cueto, Quiroga, Díaz, Velásquez, Milla, Cubillas, Nkono, Rossi, Oblitas, Boniek.
Entonces inicia la entrevista y Jerónimo fluye, mientras va y viene de los recuerdos de su lustrosa trayectoria.