Me tocó ser el reportero que lo saludó al llegar del Atlético San Luis al Club Tigres en 1975. Las oficinas estaban entonces por la avenida Pino Suárez entre Espinosa y Ruperto Martínez. Su característica sonrisa retadora rubricó su afán protagónico desde ese día. Detrás de su contratación estaba El Dr. Luis Eugenio Todd Pérez, rector a partir de 1973 de la ya Autónoma Universidad de Nuevo León, deseoso de proyectar a grandes alturas el deporte universitario. Y por hizo una estupenda mancuerna con el Ing. Cayetano Garza, fundador de la Facultad de Organización Deportiva en 1974, contando con el concurso del C. P. Roberto Méndez Cáceres, quien estuvo al mando del equipo a inicios de la temporada 1970-71 hasta la jornada 14 de la 73-74, cuando dejó su cargo a don Jesús Manuel Peña Leal.
Nadie imaginaba lo que esa inquietud oficial lograría con la firma de ese jugador delgaducho, que se había estrenado con el Atlético Español de la capital mexicana, donde el futuro capitán de la selección nacional en 1986 había nacido en 1951. Llama mucho la atención el afán de lucir su pelo largo y a veces su barba crecida como símbolo de rebeldía. Una rebeldía que estaba en sintonía con su preclara inteligencia que lo revistió como un genio de la media cancha, pero también como un indomable fajador con quien le provocaba su áspero carácter por cualquier cosa que a él no le parecía bien.
Llegó y triunfó. Por primera vez un equipo local logró ganar un campeonato. Y ahí estuvo Tomás en octubre de 1975 en ese juego contra el América. Y luego en la conquista del cetro en 1978, al mando de Carlos Miloc. Poco después manifestó su admiración por el peruano Claudio Lostanau, al que trató de parecerse en todo. Al final de su carrera, sin saber por qué, se sentía en el fondo de su ser un incomprendido. No le llenaba lo conseguido en récords con los Tigres, aunque tampoco le amargaba no ser tomado en cuenta como entrenador de los auriazules. Ni se le veía satisfecho con tantos logros como director técnico de varios equipos.
No pocas veces fui motivo de sus disgustos cuando no aprobaba mis reseñas en El Norte sobre su desempeño en la cancha ni cuando rechazaba las críticas de mis crónicas, sobre todo si perdían los Tigres y, mucho menos, cuando daba cuenta de sus broncas como aquella vez que registré también en fotografías la escalada que estaba haciendo sobre la malla del estadio para enfrentarse a los aficionados que lo abucheaban y le reclamaban. Sin embargo, lo recuerdo, igualmente con mucha viveza, llegando a las puertas de mi casa para ofrecer disculpas después de sus acostumbrados arranques temperamentales, y prometiendo reponerme la cámara fotográfica y la pequeña grabadora que me había estrellado contra el piso en el vestidor del equipo.
Así era el famoso “Ciruelo” o el también llamado Jefe. Un compañero solidario con sus más apreciados coequiperos, especialmente al unirse a Osvaldo Batocletti cuando el argentino decidió lucir su calva en la cancha despojándose de su bisoñé. Tomás también se rapó. Pero años después declaró que no tenía más amigo que Lostranau, “El Güero” José de Jesús Aceves y Jerónimo Barbadillo, haciendo a un lado a uno de los más respetados defensas en México, quien ni se inmutaba ante semejante postura. “Si eso es lo mejor para él, a mí me viene bien que no me mencione como amigo”, decía el gran Bato.
Cómo no tener tan presente a aquel Tomás Boy Espinosa, que en la gira de Tigres por Europa en julio de 1979, al despedirme yo del grupo para llegar a París y estar ahí unos días, me pidió le prestara mi cámara fotográfica con la promesa de entregármela cuando el equipo universitario regresara a Monterrey, bajo la guía –(¿a que no saben de quién)– de Osvaldo Batocletti, pues el entrenador Carlito Peters y su auxiliar Dagoberto Fontes viajaron a sus respectivos países una vez concluida la participación de los felinos en la antigua Yugoslavia.
En esos cambios de personalidad muy suyos, Tomás, asimismo, fue de los que hizo suyo el enojo de muchos porque el Club Tigres me entregó el nombramiento de Vicepresidente Ejecutivo a finales de la temporada 1994-95. Y en pleno programa de televisión en vivo soltó de su ronco pecho lo que le dictaba su inconformidad, porque opinaba que Tigres terminaría de hundirse en la tabla de posiciones, a pesar del equipazo –casi de selección nacional– que no rendía los resultados que exigía su nómina. Pero luego me saludaba con inusitado afecto cuando lo encontraba en un centro comercial y me abrasaba a la vista de todos y decía que era de los reporteros que más admiraba. Yo le correspondía, aunque no le creía.
Hoy mi emoción me ha llevado a revivir todos esos encuentros y desencuentros que se dieron inclusive cuando ya era entrenador, pues él también evocaba las ocasiones en que simulaba en los entrenamientos que no era intencional cada tirazo de balones a donde me encontraba yo, con ánimo de venganza para desquitarse de lo que no le parecía de mi trabajo en el periódico. Y a veces reía de la ocurrencia de su memoria y otras me atestaba su frase lapidaria: “Era lo que te merecías”. Por eso, en esta despedida de su vida terrena, le reitero mi agradecimiento por habernos hecho coincidir en una gran etapa del futbol soccer local donde fuimos parte de una historia inconmensurable en el Club Tigres, cada uno en su trinchera, y que Dios, quien sí lo sabrá comprender en esta hora del tránsito a la eternidad, lo tenga en su santa gloria.