Tengo un amigo con sobrepeso. Lo llamaré Pablo. Desde chicos era el gordo del grupo y, sin embargo, tenía habilidad para el futbol. Era de esos muchachos que se ven excedidos de abdomen, aunque con las piernas delgadas. Jugaba de delantero y siempre fue animoso. Era de esos atacantes que le ponía pimienta a los juegos, voluntarioso y aguerrido. Nunca nadie habló mal de él y de él jamás salió una injuria hacia un semejante.
Como estaba llamado a heredar la ferretería de su padre, Pablo desertó sabiamente de la preparatoria y se preparó para ocupar la que ha sido la encomienda laboral de su vida. Casóse, mi amigo, y vive feliz, administrando el negocio del que nos vende lijas y formones. Su vida es sencilla. Jamás ha leído un libro y nunca ha pisado el extranjero. Su única pasión es el futbol y, dedicando sus horas libres al balón, puede reseñar el mundo mejor que los que hemos viajado. Le gusta la liga doméstica pero el verdadero sabor de sus obsesiones lo vive cada cuatro años con los mundiales.
Los fines de semana, después de los encuentros de veteranos, a los que él acude, hacemos una peña obligada de cervezas. Aunque nos esforzamos por hablar de la familia, el trabajo, los achaques, Pablo nos lleva inevitablemente a los terrenos donde se siente encantado, que son los recuerdos de los mundiales de futbol.
Me fascina su memoria imposible para recordar nombres y alineaciones de juegos que ocurrieron hace medio siglo. Lo que más disfruto es verlo cómo paladea la pronunciación de los nombres de jugadores legendarios, como si se le escurriera miel de la boca: “En el mundial del 74, la Jirafa Tomaszewski nunca le prestó el arco a Fischer, que estaba de suplente. Qué gran espectáculo era verlo en esos despejes de portería a portería. Y allá arriba cascareaban Szarmach y Lato que hacían una dupla endemoniada”. El Pelón de Oro les dio el bronce con el tanto agónico en el minuto 76 ante Brasil, y fue campeón de goleo en el certamen, recuerda mi amigo memorioso. Y, por supuesto, no puede evitar el comentario que siempre acompaña la trayectoria del polaco: vino al Atlante, ya sin tobillos, a terminar su ilustre carrera. En una de esas, mientras daba el último trago a su botella, antes de pasar al baño, nos ilustró al señalar que el mexicano Alfonso González Archundia fue el abanderado en aquella gran final en el Estadio de Munich donde se coronó Alemania Federal. Mientras cerraba la puerta del excusado nos preguntábamos de dónde había sacado esos datos, si vivía para hacer inventarios de tornillos y armellas.
Y ni se diga de los gemelos Van de Kerkhof, René y Willy, que le hechizaron desde aquellos años de la Copa de Alemania. Parece un médium, el camarada, hablando de seres que para todos nosotros, habitan en el limbo de sus recuerdos. La otra noche resucitó al olvidado Surjak, el mariscal de Yugoslavia, claro, que alcanzó a jugar en el PSG, y se retiró con el Real Zaragoza de España. Pablo se refiere a los cracks como si fueran sus vecinos. Su corazón se desborda de gozo cuando se expresa con ese lenguaje para referirse a las leyendas de futbol. De pronto nos ha ilustrado con menciones a los Montes Urales, sabana africana, Desierto del Gobi. Los sorprendente, en él no es que utilice terminología extraña o que sus referencias geográficas sean de lugares remotos. Lo singular es que él, casi un iletrado, los mencione como si fueran las canchas a las que nos enviaban a jugar de niños, cuando militábamos en el equipo de la colonia. La vez pasada dijo, casi por descuido, que el maldito Kamamoto alguna vez jugó en el Gamba Osaka, de Japón. Estoy seguro que es el único mexicano que conoce el dato.
Cada vez que tiene oportunidad echa pestes de Ramón Quiroga el arquero argentino nacionalizado peruano que, en el Mundial del 78 dejó la puerta abierta para la milagrosa remontada de los ches sobre los incas. Y recita, como quien repite la tabla del dos, los seis tantos de los anfitriones: Kempes, Tarnatini, otra vez Kempes, Luque, Houseman, y de nuevo Luque. Aunque parece que perdona al Loco Quiroga, por el penal que le había parado al escocés Masson, en la fase de grupos. Da un trago a la cerveza y nos mira como el chaval que observa a la maestra, cuando ha recitado con precisión el Juramento a la Bandera.
Sospecho que, en la ferretería, Pablo sabe exactamente cuál es el anaquel donde se empolva el aspersor de riego radicular para jardín, que el mes pasado su empleado no supo darme.
Lo que más le gusta a mi amigo es hacer mención de nombres con acentuaciones extranjeras. Sospecho que, de alguna forma inconsciente, se integra a la modernidad y a los usos mundanos cuando menciona a Pierre Michelle Litbarski, Felix Magath. “Esos teutones son muy aguerridos”, dice exaltando el gentilicio. Recuerda emocionado que Demyanenko resultó una decepción en España 82 porque en el Dynamo de Kiev era una gran figura y se apagó cuando puso pies en la Madre Patria.
Me confesó una vez que le hubiera gustado vivir en la primera mitad del siglo XX solo para ver jugar a Frantisec Svoboda, el atacante checo que decían que en su tiempo fue una maravilla, rondando el arco.
Definitivamente el futbol le trajo el mundo a Pablo.
Lo vi la semana pasada y echamos tragos, como siempre, después de la cáscara de amigos. Esa noche se fue temprano, porque tenía que pasar a recoger a su hijo Neeskens, que estaba en una fiesta.