Algunas noches, un polígono de grama se convierte en un enorme tablero ajedrezado. André Jardine obtuvo la distinción de discípulo de Boris Spassky, en la partida disputada el domingo 15 en el Estadio BBVA.
Movió con seguridad y precisión sus torres, alfiles y peones, mientras manejaba con precisión el cronómetro, y dejó clavado en sus casillas a su rival Martín Demichelis, que apenas desplazó algunos peones de escasa movilidad hacia el frente.
En esa velada América se proclamó tricampeón en un juego de estrategia, transformado en un partido aburrido, pero de propuesta brillante. Al final, se impuso con un 3-2 global, y resolvió la partida con una sencilla propuesta de administración de goles acumulados. En la ida, en el Estadio Cuauhtémoc Jardine había traído una ventaja de 2-1.
El duelo fue intenso, pues los dos equipos se esmeraban por obtener una ventaja estratégica para manejar el futuro.
En este juego se definió la serie. A la vuelta, el domingo, los visitantes cantaron su estrategia. No hubo sorpresa para nadie. Jardine no recurrió al librito de Sun Tzu, ni tuvo que revisar la enciclopeda de Menotti para diagramar el parado del once.
Optó por lo básico: como el marcador te favorece evita que te anoten. Deja al rival desgastarse. Tú solo evita el daño. Puso el DT carioca una doble línea de cinco para amurallar la entrada al área.
Fue tacaña, pero efectiva, de quien está incorporado ya, a la historia del balompié doméstico, como el primer tricampeón de los torneos cortos. Llama la atención la preparación del partido del otro equipo. Sorprendió la camisa de fuerza que se impuso Demichelis, pues no le permitió a sus chicos maniobrar más allá de una repetición de jugadas infructuosas y monocordes. En el futbol se sabe de la necesidad de abrir el juego con llegadas por los costados, si el área está congestionada de defensas. Bajo la luna hubo una lluvia de pelotazos rechazados la portería de los aguiluchos parecía un mercadito con tanta gente apretujada.
Dejaron a los extremos de La Pandilla avanzar y regresarse por el corredor del área. Provocaba desesperación ver a los locales desgastarse con gambetas y bailoteos, que terminaban en ollazos.
De acuerdo al analista Gerardo Gutiérrez, en el partido de la vuelta Monterrey metió al área 47 centros, es decir uno cada dos minutos aproximadamente.
Y sólo uno, en la compensación provocó inquietud, al picar en el césped y estrellarse en el travesaño. Hubiera sido el tanto esperanzados que llevaría la serie al alargue.
Pero no ocurrió. El segundo tiempo se convirtió en un concierto de escupitajos de balones al área chica. Llamó la atención la falta de creatividad de los Rayados, concentrados en darle la pelota a su distribuidor Sergio Canales, que por esta vez, solo se limitó a servir a los costados.
No hubo magia ni genialidad en sus botines, pues no hubo asociados dispuestos a hacerle segunda voz. Todo el equipo adelante falló. Los encargados de definir traían los lápices sin punta y no pudieron rubricar.
América anotó al 23 con un golazo de Richard Sánchez y Monterrey descontó al 84, con jugada individual de Johan Rojas.
Pero la reacción fue tardía. La única jugada diferente y redituable de La Pandilla no se repitió y, en cambio, los capitalinos se ciñeron a su guión, no cambiaron ni un dialogo al drama y al final se quedaron con la copa.
Y la levantaron en el BBVA, como ya lo hicieron antes Pachuca y Tigres.
El futbol da revanchas y Monterrey acumula una deuda enorme con su afición.
Se espera que ya pronto pueda, finalmente, festejar una liga en su casa y con su gente. Y si no se aplican en juegos de final, los visitantes seguirán convirtiendo su estadio en un parque de diversiones y celebración.