En aquellos lejanos años de mi infancia el mundo experimentaba con vacunas. Había algo de atraso en inoculaciones y por eso algunos chicos de mi generación fueron atacados por poliomielitis, un padecimiento que les dejó secuelas de por vida.
Crecí al lado de Ítalo, afectado por la enfermedad viral. Era normal verlo en silla de ruedas, de muy chiquillo. Ya cuando se hizo un niño en forma, usó aparatos ortopédicos en las piernas. Después recurrió a bastones en cada brazo para apoyarse. A los diez años más o menos recuperó el movimiento de las extremidades, pero la pierna derecha atrofiada, le quedó más chica que la otra. Estaba obligado a usar de esos zapatos de plataforma enorme, para emparejar las pisadas.
Me sentía triste, por mi amigo, siempre apasionado del futbol. Y nunca pudo jugarlo. Cuando jubiló la silla de ruedas y pudo sostenerse, vivió su propio triunfo personal. Ya podía desplazarse solo y a voluntad, y no auxiliado de la bromosa silla rodante. Pero andar erguido no era suficiente para jugar futbol, pues su pisada era irregular. No podía correr por la pelota, ya ni digamos recibirla y controlarla.
Por eso siempre traía en la bolsa un trompo, que hacía zumbar con maestría. Mientras nosotros nos pasábamos la pelota, él, al margen de las acciones, hacía que chillara el pedacito de madera, y se lo subía a la palma de la mano.
Era seguidor de Rayados. Su ídolo era Milton Carlos. No se perdía los juegos transmitidos por la radio o los esporádicos que pasaban por la tele.
A veces, apoyado en los fierros, quería dar un puntapié a la pelota, pero terminaba por caer de bruces. Afortunadamente tenía buen humor y no se amargaba. Consciente de su condición, reía de los azotones y terminaba acomodado al lado de la banqueta, viéndonos jugar en la calle. Nosotros disparábamos a la portería formada por dos piedras en la calle y él, en la acera, bailaba el trompo.
Su papá, don Lázaro, era también futbolero. Cómo no iba a serlo, si le puso por nombre el del goleador más estrafalario de aquellos años, Ítalo Estupiñán, venido de Ecuador, moreno de cabello afro y goleador con América y Toluca. El papá, pese a todo, era paciente con su niño, y lo animaba a que se reuniera con nosotros, aunque fuera a un lado de la calle, sin participar.
A veces, nos acompañaba a los juegos llaneros, en cancha grande en categorías infantil y juvenil donde participábamos. Nos impulsaba desde la orilla, y nos felicitaba por los goles, alguna gambeta, aunque perdiéramos.
Ahora veo que me provocaba mucha angustia la impotencia de Ítalo. Sentía el impulso de invitarlo, pero me frenaba por obvias razones.
Alguna vez tuve ganas de pedirle que se pusiera de portero, aunque fuera parado como poste en el juego de la calle, pero me inhibí.
Hice bien, pues pudo haberse lesionado en los huesos débiles y la musculatura flácida, dejados como secuelas por la enfermedad.
Un sábado de juego en el llano, al medio tiempo, íbamos ganando con amplio marcador. Me refresqué con agua de la llave y me senté a reponer fuerzas.
“Ha de ser padre meter un gol”, me dijo, de pie a mi lado. Yo había metido uno en la goleada, pues el rival era un equipo francamente malo. Me sentí mal, pero lo disimulé. No recuerdo mi respuesta, tal vez algún comentario neutral. En realidad era lo máximo anotar, pero me contuve de decirlo.
Pienso ahora que de haber tenido oportunidad, le hubiera prestado mis piernas para que jugara por lo menos un medio tiempo, algunos minutos, y pudiera sentir la dicha gloriosa de perseguir una pelota, conducirla, amagar, tirar a puerta y marcar el tanto de la victoria.
Como suele ocurrir cuando pasa la infancia, la palomilla se desperdiga. Dejé de ver a Ìtalo. Hace algunos años me lo encontré en la Plaza de Guadalupe. Me dio muchísimo gusto saludarlo y, más, saber de su matrimonio. Portaba su camisa de rayas, fiel de toda la vida.
Lo acompañaba su esposa y uno de sus niños, su tocayo. Me comentó que trabajaba como taxista desde hacía años y como le había ido tan bien, era propietario de una pequeña flotilla. Lo felicité y quedamos reunirnos luego.
No lo he vuelto a ver. Pienso en mi amigo, siempre anhelante de balón, pero imposibilitado para disfrutarlo en un juego.
Seguramente, ver partidos en TV le sirve de consuelo.