Lio Messi, en estos últimos años, evidencia un síndrome complejo de trastorno de identidad disociativo. Los psicólogos, cuando le explican al paciente se refieren a esta condición como la de la personalidad múltiple.
Ya no se sabe quién es este argentino. En las Copas América 2015 y 2016, con rotundos descalabros, se suponía que no le quedaba nada.
Luego del fracaso de su nación en el Mundial de Rusia 2018 se creía que había enterrado las habilidades. Pero ahora emerge esta crisálida pequeña en la Copa América Estados Unidos 2004 y vuelve a coger vigor y genialidad.
Ya no es el mismo Messi del Súper Barza, yerra algunos pases, pero aún acapara la pelota y controla la circulación vehicular donde se para. En la victoria de Argentina contra Canadá volvió a brillar igual que hace 20 años.
¿Pero qué ha pasado con Messi en estos últimos tiempos?
Ya no se sabe si es un anciano de la pelota que arrastra los botines, con un paso irregular por el Paris Saint Germain, o si es capaz de cargar con todo el país para ganar su primera Copa del Mundo en Qatar 2022.
Diego Maradona lo había superado precisamente en eso, en alcanzar la gloria máxima, el más alto techo del futbol cuando conquistó México 86.
Ganar el trofeo máximo de la FIFA es alcanzar el extremo del más allá, donde no queda nada por subir, la cima del Monte Everest, llegar al fondo de la Fosa las Marianas.
Había una frustración de Lio, que también cargaba el pesado 10 en el dorsal, como El Pelusa, y que siempre estuvo muy por encima de todos sus compañeros seleccionados.
Messi no podía hacer que lo acompañaran en el tren bala, donde todos iban colgados de su cabús. Se veía una decadencia en lo que Valdano llamaba el Messi crepuscular, que no había conseguido que la absoluta albiceleste se adaptara a su ritmo.
Porque de eso se trataba, que todos los alcanzaran, sin que él tuviera que soltar el acelerador. Se va de París y recala en el Inter de Miami en la liga de Estados Unidos, la millonaria MLS que, como se sabe, sirve para confeccionar ataúdes de cedro con manijas de plata donde finalmente descansará la carrera del estelar.
Pero le sucede lo mismo que a Pelé que encontró su trono dorado en los 80, en el Cosmos de New York, donde era jugador y casi técnico en la cancha, bailando a otros jugadores que estaban a años luz de su nivel.
Messi en la tierra de los huracanas, con el freno de mano puesto, trota y da pases, y es todo lo que puede hacer con un nivel de mediano a bajo, como el de los rosados. Su deterioro era temporal, según verificamos, quizás una ilusión óptica, una refracción frente a un cristal cóncavo que necesitaba mejor graduación.
Porque ahora regresa Messi de otra forma, pero siendo el mismo. Se ducha quitándose la costra de sus 36 años y se seca para quedar de 25, casi con acné. Y nada cambia con la albi de ahora.
Todos se la dan a La Pulga, porque saben que hará lo correcto. Di María sigue todavía en excelente forma, lo mismo que el joven Álvarez, o De Paul, Mac Allister y Acuña. Y no es que no sean buenos los coequiperos, qué va, son cracks integrados a las mejores ligas del orbe.
Lo que pasa es que hay una dependencia de ese tipo de estatura baja que no falla nunca, por más que esté listo para sentarse en la mecedora a contar sus hazañas a las futuras generaciones. Una vez más Lionel Andrés Messi Cuccitini se transforma.
Pero sus actuaciones no son el canto agónico del cisne. Por el contrario, son la voz poderosa de un supernova que no suelta el cetro y va, una vez más, por la gloria en la justa continental donde, desde ahora, todos los jugadores de todas las naciones concitadas se han rendido maravillados por su irreductible grandeza.