La semana pasada acudí a apoyar en una entrevista de Hora Cero Deportes a un campo de tiro rumbo a Saltillo, y al llegar vimos palomas -de esas que están en las iglesias y en las plazas, también llamados pichones-, heridas o muertas regadas por el piso.
Una persona nos explicó que las aves son blanco de una práctica de tiro recreativo que empezó a mediados del siglo 19, y que consiste en lanzarlas con el brazo mientras un tirador dispara su escopeta. El chiste es que gana quien tumbe más (mate o hiera) y caigan dentro de un perímetro.
La visita se dio al día siguiente que el Congreso de Nuevo León decretó las corridas de toros, las carreras de caballo y las peleas de gallos como patrimonio cultural. Y me pregunté: ¿y las y los mismos que vomitan la fiesta brava, por qué son indiferentes a las palomas?
Entonces, así como en el Estado hay (o había después de perder la batalla) un movimiento anti-toros, ellas y ellos pudieran ondear otra bandera y levantar la voz contra la matanza de esas inofensivas aves, porque el burel se puede defender con sus cuernos y herir o hasta matar al torero, banderilleros y picadores.
No vayan a salir los pro animales que las palomas son nocivas para la arquitectura histórica religiosa o cultural de una ciudad, pues sus heces dañan las fachadas de parroquias, de quioscos y museos, y por eso se deben enjaular y llevarlas a los campos de tiro.
En lo personal apruebo la decisión que tomaron los legisladores de Nuevo León, porque hasta donde tengo entendido el toro bravo nace precisamente con bravura y no puede ser domesticado y tenerlo en casa como un perro o un gato.
Si se trata de seguir en su batalla, los grupos pro animales tienen en las palomas o pichones la oportunidad de abrir un nuevo frente. ¿O solamente nos gustan cuando les damos comida en las plazas y les tomamos fotos a nuestros hijos correteándolas, o cuando los machos inflan el pecho y van tras la hembra en el cortejo?
“O todos coludos o todos rabones”. ¿No creen?