Hace ya muchos años que la vi, pero recuerdo siempre claramente la escena de una película americana, que me quedó grabada en la memoria, en la que el protagonista es un periodista casado que tiene la ambición de llegar a ser un gran escritor de fama y que, mientras trata de conseguirlo hasta entonces infructuosamente, tiene que vivir a costa de lo que gana su esposa con su trabajo, porque el periodismo no le da para vivir. En un momento determinado en el que él está redactando ante la máquina de escribir el argumento de una nueva novela que prepara, su mujer al verlo enfrascado en su ilusión, le pregunta con gran realismo: ¿a quién pretendes engañar? La pregunta tan directa y acusadora, le deja desconcertado al marido periodista y no sabe qué responder a su mujer, continuando su quehacer literario ante la máquina como única alternativa que se le ocurre en ese momento.
¿A quién pretendes engañar? He ahí la gran pregunta que debemos hacernos todos los seres humanos, ante las diversas circunstancias por las que atravesamos en nuestra vida, porque, frecuentemente, casi diría que más bien habitualmente, nuestra tendencia es la de intentar engañar a alguien, a Dios, a los demás o incluso a nosotros mismos.
Tratamos de engañar a Dios, cuando vivimos la poca fe que tenemos en él, a nuestro gusto y conveniencia y esperamos que se contente o conforme con nuestra actitud, porque no tiene más remedio que someterse y aceptarla. Es lo que se suele llamar la religión “a la carta”, caracterizada por poner límites a la acción de Dios en nuestras vidas, e incluso llegando a compaginar nuestras miserias, fallos, hipocresías e inmoralidades en general, con una fe débil e inoperante, que no influye en nuestra vida más que a la hora de rezar ante los apuros que nos producen los problemas y dificultades que nos surgen, sobre todo en los momentos más dolorosos en los que nos atenaza el sufrimiento de lo que tememos que nos va a pasar o nos está pasando.
Tratamos de engañar a los demás, cuando intentamos utilizarlos en nuestro provecho o pretendemos influir con mentiras en lo que nos interesa que piensen o no somos sinceros y nobles con ellos buscando conseguir alguna ventaja mediante la hipocresía y el halago o diciéndoles lo que les gusta oír para quedar bien. Cuando empleamos trucos para hacerles caer en la trampa de nuestros deseos, obteniendo así los beneficios que buscamos bien sean de carácter profesional, político, social, económico, etc. por ejemplo las novelas de Dan Brown (El Código da Vinci) o las películas de Alejandro Amenábar (Agora), obras tan llenas de falsedades, y tantos otros ejemplos que se podrían poner.
Tratamos de engañarnos a nosotros mismos, que es el peor de los engaños, cuando elegimos el mal, la tentación, el disfrute de un placer o bien pasajero, que supone una ofensa a Dios o un perjuicio para otras personas, acallando nuestra conciencia y justificándonos con falsas razones. Cuando ambicionamos algo que está fuera de nuestro alcance y nos empeñamos en conseguirlo pese a la evidencia contraria. Por desgracia, los hombres nos engañamos con demasiada frecuencia, proporcionando con ello una gran satisfacción al Maligno. Por eso dice la Sagrada Escritura que Dios no puede engañarse ni engañarnos.
Para evitar ese triple engaño que nos amenaza constantemente a todos a lo largo de nuestra vida, hay que proponérselo y acudir a Dios constantemente para que nos ayude a conseguirlo, procurando obedecerle en todo a él y a los que le representan o hablan en nombre suyo, en las decisiones y aspectos más importantes que tomamos, que afectan a la fe, a la doctrina y a la moral. Si no lo hacemos así y vivimos a nuestro aire, como nos apetece o nos viene en gana, caeremos frecuentemente en uno de esos engaños o en los tres a la vez, como el periodista de la película.
Foro Independiente de Opinión
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