Permíteme, apreciado lector, presumirte como niño con juguete nuevo mi nueva lectura, que sin haber concluido las anteriores me tiene fascinado. El título de la misma es “La República de Platón”, del cual puedo deducir sin temor a equivocarme que la construcción política de Platón no surge sólo de la contemplación de las realidades de su tiempo, como hoy lo hago yo del nuestro, y de la insatisfacción que le inspiraban, sino de su repugnancia contra las teorías políticas corrientes.
Es definitivo, ya lo había afirmado el rey Salomón, hijo talentoso del rey David. En esta vida y en este tiempo no hay nada nuevo debajo del sol; y conforme permito que las letras de la historia me enreden en su relato, simplemente ratifico lo dicho por el hijo de Betsabé, casada en segundas nupcias con David después de una infidelidad escandalosa y de alto calibre; pero ese no es el tema de la presente, aunque se apetece por el morbo, será en otra ocasión.
Todo aquel personaje de la historia que parece invencible, en realidad no lo es tanto. Dicho esto me remonto a la aventura napoleónica iniciada en 1812 en Rusia, con el desastre absoluto que se conoce, menguó las tropas francesas de su ejército de tal modo que supuso, junto con la derrota impensable en España, el principio del fin del hasta entonces arrollador Napoleón.
A propósito del multicitado morbo, el condimento que le da sabor a los relatos, la numeralia dice que en la Hubris de Napoleón, la enfermedad de soberbia de los poderosos, se le hizo fácil llevar a la guerra a 771,500 hombres de distintas nacionalidades, que dispuso en diversos cuerpos de ejército y formaciones, todos ellos tuvieron que enfrentarse a un número de tropas rusas estimadas aproximadamente en unos 400,000 hombres en los inicios de la citada invasión.
La aventura Napoleónica, que se pudo haber evitado, duró apenas medio año, de junio a diciembre. El punto es que algo que no se nos cuenta mucho es que esa decisión de soberbia costó la vida de un millón de hombres, repartidos por igual entre el ejército francés y el ruso, que ya victoriosos hizo prisioneros a unos 100,000 soldados franceses.
Otro detalle es que en esa cuenta no entran las bajas que la devastación bélica infligió en la sociedad civil rusa, que le tocó pagar los platos rotos de una guerra con bajas consideradas por todos los historiadores como superiores a las militares. ¡A que mi querido Napoleón!
Tras cruzar el río Berésina después de ser aplastado en su orilla, los restos del ejército francés fueron perseguidos con saña y solo se vieron libres de la aniquilación una vez que pasaron a la otra orilla del río Niemen, el mismo río en el que curiosa y paradójicamente en medio del agua, en una balsa, se reunieron tres grandes de la historia universal, el mismo Napoleón, Alejandro I de Rusia y Federico Guillermo III de Prusia; ahí habían firmado la paz de Tilsit en 1807, una paz de membrete que con el paso del tiempo no sirvió de mucho.
Te cuento este refrito histórico que prácticamente todos conocemos para que la eficacia del razonamiento que domina la inteligencia nos lleve a entender con nitidez hasta dónde las decisiones de los poderosos afectan muchas vidas. Todo permanece dentro de lo fatal e inevitable.
Después de esto los franceses llegaron a una teofanía política, una revelación de que el hombre puede actuar sobre el Estado, cambiar su constitución y modificar así su propia suerte en cuanto le parece más miserable y dolorosa. Los hechos confirman las esperanzas y el poder cambia de manos; entonces ya no puede creerse en el origen divino de aquél. Era tal el poder de Napoleón en Europa que los ingleses necesitaron la ayuda de un frenesí que rayaba en la locura.
Querido y dilecto lector, la lección que nos deja el Gran Corso de inteligencia suma indudable, es que los personajes de la historia que acumulan mucho poder, batallan mucho para soltarlo y al final lo dejan, pero no sin una estela de afectados durante el proceso de cambio. Heráclito concibió el orden del Estado como una parte del gran orden del cosmos. En Tamaulipas se avecina un cambio, esperemos que se dé en ese orden del cosmos que nos rodea, sin estridencias y sin lamentaciones.
El tiempo hablará.