La matanza de los dos sacerdotes jesuitas y el guía de turistas en Chihuahua es un crimen que, por su relevancia, puede convertirse en el Ayotzinapa del presidente López Obrador. La forma frívola y poco empática con que se ha referido al caso ha causado suficiente indignación como para volver a reflexionar sobre la estrategia de los abrazos. Este presidente prometió que en seis meses habría una disminución notable en el número de asesinatos porque él le dedicaría personalmente una reunión diaria a las 6 de la mañana. En su visión simplista de los grandes problemas nacionales eso es lo que les faltó a sus antecesores. Nadie sabe qué hacen todos los días en esa reunión de madrugada, pero cualquier cosa qué sea en cuatro años no ha producido ningún efecto notable.
La estrategia de los “abrazos no balazos” está sustentada, según se deduce de sus propios discursos, en cuatro premisas: la pobreza alimenta de sicarios y delincuentes violentos al país; el neoliberalismo, con su afán individualista y progresista, estimula la sed de riqueza por cualquier medio; Calderón desató el baño de sangre al darle un garrotazo al avispero; la violencia extrema que vivimos tiene que ver con la lucha entre los carteles, en las zonas en que domina un grupo no hay asesinatos.
En esta entrega analizaremos la primera: la pobreza produce delincuentes violentos y sicarios. A esto se refiere el presidente cuando afirma que hay que atacar la raíz del problema. Sus políticas de reparto de efectivo entre la población (adultos mayores, jóvenes desempleados, campesinos, etc.) están alineadas a esta creencia presidencial. Es una visión simplista y cándida porque difícilmente un miembro de la delincuencia organizada va a abandonar sus actividades para afiliarse al programa Sembrando Vidas, por ejemplo.
Estudios realizados en diversas partes del mundo han mostrado que la pobreza tiene poco o nulo efecto en los índices de delincuencia. La percepción popular asocia la pobreza con comportamientos delincuenciales y es común observar que se desconfía automáticamente de las personas de menores ingresos; sin embargo, hay un largo trecho entre en robo ocasional y el asesinato premeditado.
Si la premisa del presidente fuera cierta, la delincuencia se concentraría en los estados de menor ingreso, que son los del sur del país. Esto es incompatible con la violencia que se ha observado en el pasado reciente en la frontera norte: Tijuana, Cd. Juárez y Reynosa, por ejemplo, comprando con lo que se ha visto en Oaxaca o Chiapas. Consultando la encuesta de ingreso de los hogares del 2020 realizada por el INEGI, podemos observar que Baja California tiene el doble de ingreso que Oaxaca; Chihuahua, 70% más y Tamaulipas la supera por un 30%. Por otra parte, las tasas de homicidios son inversas: En 2017, Baja California tenía 60 homicidios por cada 100 mil habitantes; Chihuahua, 58; Tamaulipas, 32; y Oaxaca, 21. Con el doble del ingreso, Baja California tiene tres veces más asesinatos que Oaxaca.
Los especialistas señalan las rutas de trasiego de drogas hacia la frontera norte, sin mediar diferencias de ingreso, como las zonas en que la competencia entre bandas por el control genera muertos y desaparecidos a pastos. No es el único factor, pero sí uno de los más importantes.
La falta de oportunidades para obtener un ingreso digno -piensa el presidente- obliga a los jóvenes de las zonas más marginadas a delinquir, integrándose a bandas criminales y eventualmente convirtiéndose en sicarios al servicio de algún cartel. La mejor prueba, en el imaginario presidencial, es que todos son de origen humilde. Una mirada más cercana a esta problemática permite ver que la ausencia del estado de derecho puede ser un factor de mayor peso en la decisión de un joven para afiliarse a una banda del crimen organizado. La ausencia de autoridades que defiendan y protejan a los jóvenes es tal vez una razón mucho más poderosa, ante el riesgo de sufrir violencia y aún muerte si se mantiene aislado de los grupos dominantes en su entorno. Así sus alternativas son huir, perecer o integrarse a un grupo delincuencial.
Repartir dinero en efectivo entre los pobres no afecta los índices de homicidios dolosos, pero sí gana votos y voluntades como hemos visto recientemente. Tampoco mejora su situación económica; es apenas un mejoralito para combatir un cáncer.