Brasil es un muerto viviente en estas horas. Más bien más muerto que vivo, porque para nadie es un secreto que el futbol merece mayor veneración que el Cristo del Corcovado, sobre todo cuando se trata de la selección nacional; en un país donde por ese deporte se sufre diferente que en otros rincones del mundo.
En Brasil los goles de los equipos locales no se festejan como en el resto de las naciones. Y eso lo comprobé en octubre de 2012 cuando, viajando por Río de Janeiro en un taxi, el chofer manejando casi se infartaba al volante cuando el Vasco da Gama empató el marcador.
Ante Alemania los cariocas sufrieron la peor humillación jamás propinada a una selección en la historia de los Mundiales. Pero también quitó la venda de los ojos a los brasileños que, días antes de la inauguración, protestaron violentamente por la pobreza, el desempleo y la corrupción del gobierno.
Los inconformes mismos fueron absorbidos por más de 20 días por la pasión que provoca el rodar de una pelota. Con la resaca del peor dolor causado en su historia futbolera, y una vez eliminado Brasil de la final, la turba volverá a las calles previo a las elecciones presidenciales de octubre para evitar la reelección de la mandataria.
A Dilma Rousseff se le acusa de todos los males, pero en especial del despilfarro y la corrupción en la construcción de majestuosos estadios en ciudades como la capital Brasilia, donde no hay equipo de liga profesional.
Seguramente los peores días están por venir en las calles de ese país que un día soñó con borrar el fantasma del Maracanazo de 1950, pero que jamás imaginó que esa pesadilla se quedaría, y peor, en su propia Copa Mundial de 2014.
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