El poder central de los aztecas era tan importante que Hernán Cortés no pudo limitarse a fundar Veracruz (a la orilla del mar, como casi todas las metrópolis del continente). Tuvo que subir a conquistar el centro.
Tres siglos después, los insurgentes que destruyeron el poder virreinal, no querían virrey, ni emperador, ni presidente que dominara desde el centro. Formularon un teórico pacto federal, a la manera de los Estados Unidos, donde ni las tribus indígenas ni la corona inglesa tuvieron un poder central.
El debate interminable entre federalistas y centralistas, liberales y conservadores, republicanos y monárquicos; la inestabilidad de un Estado concebido en función de principios teóricos, no realidades prácticas; desembocaron en guerras civiles y extranjeras. Finalmente, se logró un consenso: la resignación ante la fuerza de Porfirio Díaz, que se apoyó, no en las mejores teorías, sino en los cacicazgos regionales, despojándolos gradualmente de poderes que centralizó.
Esta nueva pirámide, que desde el centro del país organizaba el poder en el espacio, tenía un problema: el tiempo. El hombre indispensable era mortal, y no aceptó la presión para que señalara a Bernardo Reyes como sucesor. Tampoco la propuesta, por demás razonable, de Madero: que en las elecciones de 1910 (cuando cumpliría 80 años) siguiera como presidente, pero dejara a los votantes la selección del vicepresidente.
La Revolución (como la Independencia) destruyó el poder central sin reemplazarlo. Volvieron los debates de principios sagrados y la guerra civil, con una novedad: los magnicidios. Calles, como Díaz, se apoyó en los cacicazgos regionales para fundar un nuevo poder central, con una carta magna (no escrita): Todos los partidos revolucionarios se fusionan en un partido único. Todos los revolucionarios tienen derecho al queso, pero no al asesinato, ni a la disputa armada o legal. El presidente es el supremo árbitro de todos los conflictos.
Sobre esta reconstrucción del porfiriato, Calles añadió algo nuevo (iniciado con Obregón): el desarrollo de cacicazgos sectoriales, como contrapeso de los otros. Desde el imperio azteca hasta Porfirio Díaz, la base del poder central había sido espacial: tolerando, negociando y sometiendo desde el centro a los caciques locales. Pero las centrales campesinas (que sirvieron para amagar a los hacendados), obreras (para amagar a los industriales) y “populares” (brigadas de militantes, ambulantes, taxistas o manifestantes de alquiler, para hacer bloqueos y plantones) fueron milicias revolucionarias novedosas: medios “pacíficos” de violencia central, que hacían innecesaria la intervención del ejército, reservado como último recurso.
El presidente Cárdenas, que se valió de las centrales revolucionarias para acabar con el maximato del ex presidente Calles, lo expulsó del país (en vez de matarlo) y mejoró el pacto revolucionario: Nadie llega al poder para quedarse. Al terminar su turno, puede llevarse el queso acumulado y disfrutarlo en paz, pero no estorbar a los que siguen.
Miguel Alemán añadió otra innovación: sacar al ejército del partido único y acaudillar a los universitarios en la toma civil del poder central.
Así quedó redondeado un sistema de poder temporal (más que espacial, cronopolítico más que geopolítico) de extraordinaria capilaridad. La gran pirámide central permitía ascender mansamente haciendo cola, desde posiciones ínfimas hasta las cimas alcanzables por vía de la UNAM. A diferencia del porfiriato, que culminaba en don Porfirio, inmovilizando todo el aparato político, el nuevo sistema no tenía tapones: la cola ascensional se movía lentamente, pero se movía, abriendo oportunidades de ascenso en todos los niveles.
Con una excepción: el poder sectorial, taponado por líderes vitalicios, cuyo paradigma fue Fidel Velázquez. Aunque se decía que las centrales obreras eran simples correas de transmisión del poder presidencial, eran realmente cacicazgos subordinados, con sus propias bases de poder sectorial. Cuando algunos teóricos brillantes le hicieron creer al presidente Echeverría que podía destituir a Fidel, tuvo que dar marcha atrás rápidamente.
Carlos Salinas de Gortari soñó en la reelección o el maximato (rompiendo el pacto), y el resultado fue la regresión a los tiempos anteriores a Calles: reaparecieron los magnicidios, se fragmentó el partido único y resurgieron los cacicazgos locales (el presidente Zedillo no pudo destituir al gobernador de Tabasco).
Las elecciones de 2000 consumaron la destrucción del poder central, y no lo reemplazaron. Volvió la guerra de principios sagrados, y se desataron los caciques: locales (gobernadores), sectoriales (líderes sindicales, “campesinos” y “populares”) y criminales, que son híbridos. Como poderes regionales, son una regresión a los tiempos anteriores al porfiriato: bandidos que dominan territorios. Como poderes sectoriales, militarizan la lucha intersindical por la dominación del sector.
Ya no existe el supremo árbitro (capo di tutti capi), y todavía no hay instituciones democráticas suficientemente fuertes para que impere la ley. Los partidos mismos son cacicazgos sectoriales, dedicados a la guerra intersindical por el queso.
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