“Si quieres que Dios se ría de ti, cuéntale tus planes”. Y sí, Dios debió soltar una carcajada a lo humano cuando, al fallecer mi esposa, pensé que yo no regresaría más a los servicios médicos y menos al hospital universitario, porque la atención de mi madre y de mi hijo Juan Luis, hasta su fallecimiento, también me habían atado durante años a esas instalaciones. Además, yo acariciaba mis proyectos a futuro, ufano de la salud imperturbable que creía gozar. Pero un día, sin más anuncio que la pérdida de peso, me vi obligado a acudir a una revisión minuciosa, aunque no me dolía nada y no tenía señales de alguna enfermedad.
Así es que después de medio año de estudios y más estudios, los especialistas me daban de alta. Hasta que, en la última consulta, uno de ellos me sorprendió con un diagnóstico electrizante: tumor maligno de páncreas, que los oncólogos calificaron de fulminante o terminal en tres meses, por lo cual me enviaron con el mejor de los expertos en estos casos. “No lo puedo operar, porque la lesión está oprimiendo la vena porta, y hay un 99 por ciento de que se quede en el quirófano”, dijo tajante.
Fue entonces cuando recomendó las sesiones de quimioterapias en el hospital, donde se confirmó que de plano es inoperable. Por tanto, no me quedó más que aferrarme a mi fe religiosa y no le pregunté a Dios ¿por qué?, sino ¿para qué?, y me propuse poner lo que está de mi parte en el proceso de sanación, apoyado en los avances de la ciencia médica, mi oración diaria y las cadenas de plegarias de mis amigos, además de recurrir al consumo de frutas y yerbas recomendadas de todas partes, e inclusive al conocimiento de la fotosíntesis en un consultorio de Aguascalientes.
Dios se rió de mí, por mi atrevimiento de creerme especial. Pero me ha sostenido sin complicaciones en mi vida diaria, sin resentir los efectos desastrosos de las quimiotrapias. Y a mi hija Iris le dio la respuesta del ¿para qué?, pues no se cansa de decirme: “Papá , estoy comprobando un milagro de cerca. No encuentro otra razón de tu resistencia y actitud ante este trance tan complicado”. Sí, es en lo que coincide mi doctora, quien me dijo hace días, en forma espontánea: “No cabe duda que doña Iris desde el cielo le está retribuyendo lo que usted hizo siempre por ella, con mucho amor y paciencia”.
Sin embargo, a mí ese ¿para qué? me llevó a encontrar motivos a fin de seguir viviendo, o sea mis dos hijos y cuatro nietos. Y a convencerme de que deseo por ellos seguir saboreando cada amanecer, pues mientras haya esperanza de vida, no me voy a rendir hasta que el Árbitro Supremo dé el silbatazo final en mi último partido en esta tierra.
Por eso estoy feliz. Cómo no, si hace meses los nubarrones de la duda parecían decirme que no llegaba a mi cumpleaños, y hoy me planto en un aniversario más que me hace dar las gracias a todos los buenos amigos que me han apoyado de muchas formas para no escribir la “crónica de una muerte anunciada”, sino, mejor, cantarle a la existencia, al modo como el poeta chileno Pablo
Neruda tituló una de sus obras maestras: “Confieso que he vivido”.
Así es que la mejor forma de celebrar mi cumpleaños es tener la conciencia de que cuando regrese a los brazos del Creador, quiero hacerlo con la convicción de que hice lo que debí hacer siempre, porque es lo que más disfruto, para gozo de mi familia que tanto amo. Es decir, voy a seguir luchando con mucho optimismo. Voy a poner lo que Dios quiere que ponga de mi parte, hasta que Él permita que pase lo que tenga que pasar. Por eso ya no digo que quiero ser un sobreviviente del cáncer de páncreas para ayudar a otros a superarlo también. No vaya a volver a reírse Dios de mí por dicha pretensión.