El debate tenía lugar en Bogotá, Colombia, y se inscribía en un evento latinoamericano de búsqueda y rescate con la ayuda de perros, al que había asistido con recursos e ilusiones de mi propiedad.
El punto principal del encuentro registrado en el año 2005 era la aceptación de las normas internacionales en la materia dirigidas a evaluar y certificar los canes, que bajo criterios universales avalara su capacidad para ser aceptados en intervenciones que tuvieran lugar en cualquier sitio del mundo.
Mientras una parte de los asistentes estaba de acuerdo con esa propuesta, otra se oponía terminantemente a ella, aduciendo que los países latinoamericanos distaban mucho de poseer las condiciones que tenían potencias que aplicaban esos parámetros, como Japón y Alemania, entre otras naciones.
Los opositores a la homologación latinoamericana con los lineamientos internacionales argumentaban que era necesario crear normas particulares para el tercer mundo, menos estrictas y, por lo tanto, cumplibles por las naciones en el subdesarrollo.
Esa lógica se encontró con dos argumentos que la sacudieron, tanto, que actualmente en esa disciplina Colombia y México, entre otros países latinoamericanos, ya se miden sin complejos con los mejores del orbe.
El primer argumento hizo énfasis en la necesidad de superar la atávica condición de conquistados derrotados que requerían reglas especiales por asumirse “inferiores”.
En unos, este señalamiento motivaba su orgullo y dignidad para entrar a la arena internacional; en otros, sencillamente, era una “verdad” o circunstancia del destino que debía ser aceptada.
Un segundo argumento a favor de la adhesión del tercer mundo a las normas del primero fue el que me atreví a exponer:
“¿Existe alguna diferencia entre el dolor de una madre japonesa y el de una mexicana por un hijo en desgracia?… Las lágrimas saben iguales en cualquier sitio de la tierra”.
La conclusión fue obvia: la esencia humana es única, sea cual sea la nacionalidad de las personas. Ni el sufrimiento ni el gozo están en un solo lado de las fronteras.
Hay creencias que dan lugar a conductas que, de no cesar, eternizarán las condiciones que terminarán tragando a quienes las viven en el remolino de lo que se cree dado y, por lo tanto, es admitido como inmutable.
La mejor manera de ahogarse en las circunstancias es optar por la comodidad de navegar a favor de la corriente, sin considerar cómo esta aleja de la racionalidad y lleva a sucumbir en el mar de la ignorancia y aceptación de la ilusión de inferioridad.
Por el contrario, sostengo que el salvavidas ideal para sobrevivir en el medio ambiente que sumerge en el subdesarrollo es alentar la formación de inconformes, convencidos de la igualdad de la esencia de los seres humanos y capaces de nadar a contracorriente de su cotidianidad, aunque sea vomitiva.
Ah, qué humano fue ese encuentro canino.
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