Por vez primera extrañé Monterrey. Y no porque quiero cambiarlo por París -¡ni loco!- sino porque no tenía el control remoto del minisplit en mis manos. Los 35 grados a la sombra de este martes no los aguantaban ni los atletas de países vecinos del Desierto del Sáhara, ni los que estamos acostumbrados a temperaturas infernales en verano en el noreste de México. El problema es que, con todo y el calentamiento global, los dueños de departamentos que los ofrecieron en renta por Airbnb para los Juegos Olímpicos se ahorraron el aire acondicionado. Así que los abanicos fueron insuficientes esta madrugada para tener un sueño parejo. Me desperté no una, ni dos, sino sabrá Dios cuántas veces y tuve hasta pesadillas, una de ellas que era senador de Movimiento Ciudadano y que Agustín Basave me daba consejos para ser un buen parlamentario. No invento para que me sigan leyendo, fue cierta esa pesadilla. Pero de nuevo, gracias a Dios fue solo eso.
Era tan sofocante el calor que hasta mala suerte tuvimos cuando llegamos al estadio del París Saint Germain. ¿Qué creen que pasó? Pues que nuestros lugares para ver el juego Uzbekistán ante República Dominicana estaban en la zona de sol. Eran las 3 de la tarde. Al entrar nos sentamos y nuestras nalgas sufrieron las láminas de los asientos. Nos untamos bloqueador, pero pasaron unos 20 minutos y Paola se llevó a los niños a la sombra a ver el juego en las pantallas. Sudamos como en un sauna. Y no exagero, esa curva del estadio era la mismísima sede del averno con 22 chamucos corriendo tras un balón. Mi sorpresa fue ver que el estadio estaba repleto con casi 50 mil personas para un partido olímpico de dos países que, con toda seguridad, un gran porcentaje de los asistentes no sabían dónde se localizan en el globo terráqueo. El marcador fue lo de menos: 1-1. Tomar la decisión de irnos antes de terminar el juego no fue difícil, entenderán. Hubiéramos acababado en la sala de urgencias de un hospital insolados, lo menos. Héctor Hugo y Marco Sebastián salieron contentos de haber conocido el estadio donde Lionel Messi corrió en su césped. Misión cumplida y seguro se acordarán toda su vida. Ambos tienen memoria de elefante a su edad.
Se los juro, era tanto el calor que rara vez me tomo cuatro cervezas en el día, dos en un restaurante donde comimos, y otro par de chelas en un parque con pantallas gigantes para ver los Juegos Olímpicos. Me supieron realmente a gloria. Su precio: 6 euros (120 pesos). No importa, sentí que la cebada era suero en mis venas. Paola tampoco les hizo el feo, y mientras Andrea se fue al departamento a descansar, mientras los niños jugaban y se refrescaban en regaderas donde salía brisa fresca.
Este miércoles 31 amaneció lloviendo, pero el termómetro subirá a 32 grados. Vuelvo al McDonald’s por mi café mañanero y al entrar suena a todo volumen la canción de la bolita que sube y baja de Garibaldi. No podía creer tanto tormento para mis oídos.
En París todavía hay ecos de la inauguración, para unos tan extraordinaria e incluyente, y para otros aberrante y ofensiva. No hay término medio. Me quedo con la de Londres 2012. Insuperable.
Estoy sentado entre franceses, no les entiendo ni papa. Bueno sí, solo una frase: “Bonjour”.