Cuando era niño, memoricé un largo poema, o más bien una narración versificada. Daba cuenta de hazañas míticas de don Cuauhtémoc, el último emperador azteca. Me sirvió para recitar en una dinámica de quinto grado. Afortunadamente olvidé el texto. Sólo recuerdo la vaga imagen de una especie de supermán moreno y con capa de plumas de águila peleando en las guerras tepanecas, algo que fue cronológicamente imposible. No fui el único niño que echó raíces de nenúfar en una historia magnífica pero incierta y movediza, y peor aún, sin continuidad alguna en el presente. El orgullo patrio encarnado en Cuauhtémoc, acuñado en los entonces codiciados tostones de cobre, no tenía ninguna correspondencia vital, no más que unas suculentas tostadas rojas con salsa, de diez centavos, y un pirulí de veinticinco. Y luego de la remembranza cívica escolar del glorioso imperio azteca, no teníamos empacho en espetarle el apelativo de “indio patarrajada”, a cualquiera cuyo color de piel fuera apenas menos claro que el nuestro. Nunca supe si lo de la “patarrajada” tenía qué ver con el tratamiento aplicado al último tlatoani mexica. Se sabe que los podólogos españoles eran bastante brutos.
Mi familia en general ha sido de piel blanca, pero hubo y hay morenos también. Mi abuela incluso se llamaba Blanca, y mi abuelo tenía los ojos azules. Se entiende eso en el noreste, donde el mestizaje pudo ser menos intenso que en otras zonas del país. Los “güeros” nuevoleoneses no son del todo consecuencia de desertores franceses ni belgas. El ADN hace sus enjuagues atávicos a despecho de las esperanzas de los cónyuges. La región fue colonizada por peninsulares y tlaxcaltecas, ambos conquistadores, no de México, sino del imperio azteca. Incluso la República de Tlaxcala mantuvo un estatus político especial durante el virreinato. La “pacificación” del norte de la Nueva España, donde Tlaxcala colaboró bastante, fue parte de las intensas negociaciones que la nobleza tlaxcalteca mantuvo con la corona española. Así es que, con harta pena por don Cuauhtémoc, debo reconocer que los rastros de la “raza de bronce” que circulan en mis venas, es más probable que surgieran en algún señorío tlaxcalteca, y el héroe más adecuado sería don Xicoténcatl Jr., mucho más sensato que el supersticioso tlatoani de Tenochtitlan, don Moctezuma.
Si vemos la Conquista desde la perspectiva de cada región de México, encontremos salvedades como las de Nuevo León. Para las tribus que ocupaban el territorio del noreste, el poderoso y glamoroso imperio de la Triple Alianza era algo muy distante con el que si acaso sólo interesaba algún tipo de comercio. Otros reinos batallaban un día sí y otro también contra los caballeros águila y caballeros jaguares, con tal de mantenerse libres de tributos. Incluso la República de Tlaxcala, con todo y que resistió al imperio, tuvo que soportar el castigo de un bloqueo comercial… Sí, igualito que el de Estados Unidos contra Cuba.
O sea… finalmente, Hernán Cortés, sus nueve barcos y casi un millar de reclutas, pudieron haber sido aplastados fácilmente por la Triple Alianza a pesar de su superioridad tecnológica. No fue así porque si para Cortés era una guerra de conquista, para muchos pueblos mesoamericanos era una revolución en contra de un imperio. Y entonces, caída ya la Gran Tenochtitlán, pulverizada la Triple Alianza, surgieron las repúblicas de indios paralelas a las repúblicas de españoles, todas ellas con representación más o menos efectiva ante el rey de España. Aliados reclamando el pago por sus servicios, que no era otro que una cierta autonomía, y ofreciendo la cohesión territorial. La obtuvieron y mantuvieron con muchas dificultades e injusticias, hasta que la Constitución de Cádiz las convirtió en cabildos.
Así, no acabo de entender cómo se construyó, y se sigue reivindicando, al poderoso Imperio de la Triple Alianza (Tenochtitlan, Texcoco y Tlacopan) como la raíz histórica de la identidad nacional. Está claro los diferentes reinos mesoamericanos no querían a sus dominadores. Fue bastante fácil para Cortés agenciarse aliados suficientes para derrotar a los mexicas. El simulacro del Templo Mayor levantado en el Zócalo (que en realidad se llama Plaza de la Constitución… de Cádiz), así sea de cartón, tablaroca, o palitos de paleta, podrá conmemorar la caída de Tenochtitlan y el inicio de un dominio acordado por Cortés con sus aliados nativos (que incluyó la reivindicación de la nobleza mexica) pero no implica una identidad nacional. Para aquellos pueblos mesoamericanos fue el triunfo de una revolución contra el dominio brutal de un imperio.
No tenemos por qué agradecer a España por una victoria que, eventualmente, habría de llegar por sí misma; los imperios son como organismos: envejecen, se deterioran y mueren. No podemos reclamarle a España por haber diezmado a la población con una enfermedad desconocida. Podemos reclamar injusticias cometidas contra los pueblos originarios. Sí, pero ¿a quién? En algún momento de nuestra historia virreinal, los peninsulares fueron una minoría. La Nueva España era más un dominio efectivo de criollos y mestizos. ¿Les reclamamos a ellos, es decir, a nosotros sus descendientes? La formación del país fue impulsada por criollos; los mestizos lograron tener personalidad, voz y voto en la República; pero los pueblos originarios siguieron padeciendo injusticias, incluso en estos tiempos. ¿Cómo podemos exigir disculpas por un “genocidio” que no ha dejado de perpetrarse a pesar de que hace mucho que dejamos de ser parte del Imperio Español? ¿Cómo pretendemos conciliar nuestras raíces, tan diversas y no sólo nativas, si lo hacemos glorificando a un imperio que fue odiado por los pueblos a los que sojuzgó?
Aun así, como quiera me cae bien don Cuauhtémoc, sobre todo en las etiquetas de algunas botellas. Pero no, la identidad de México no es esa. A estas alturas ya somos otra cosa.
Sólo los pueblos originarios son los mismos. Si no hacemos nada bueno por ellos, por lo menos no los ofendamos ensalzando a quienes en el pasado los oprimieron ferozmente. La leyenda negra de España no desmerece ante la leyenda negra mexica que, al parecer, insistimos en seguir escribiendo.