Diferir en los asuntos públicos es lo común en una democracia; sin embargo, no deja de ser inquietante que en un tema como el de la seguridad haya posiciones tan divergentes o mejor dicho polarizadas.
El Estado “fallido” al que se refieren de manera persistente quienes critican al actual presidente, tiene sus causas en los anteriores gobiernos priístas.
Sabemos de las terribles omisiones y de la mediocridad de la anterior administración foxista; sin embargo, el mal se gestó aún con anterioridad. A pesar de los yerros del actual gobierno federal es insensato culparlo por los males que el país padece y particularmente en el tema de la inseguridad.
México, al igual que otras naciones latinoamericanas, se convirtió en un narcoestado porque la política se mezcló con la delincuencia durante años. Hoy se libra prácticamente una guerra porque el actual Presidente decidió separar al Estado y la sociedad de este poder ilegal que, como todos sabemos, logró degradar la convivencia social y corromper las ya de por sí precarias instituciones democráticas.
Otra situación que parece clara es que el Ejecutivo federal recurrió al Ejército como último y único frente de guerra ante la notoria infiltración de esta tiranía criminal en las policías de los tres niveles y el resto de las autoridades locales.
El país estaba tomado a tal punto que controlaban -como todos sabemos-, alcaldes y gobernadores, al grado tal que manipulaban elecciones, corrompían policías, sometían a legisladores e intimidaban periodistas, incluso disponían de presupuestos públicos para financiar sus actividades.
La casa estaba tomada y los ciudadanos solo podíamos advertir como se corrompían las instituciones y órganos de gobierno mientras esta subcultura se extendía como un cáncer en la juventud confundida y carente de oportunidades.
Pero además no sólo se trataba de un fenómeno de degradación institucional sino que eventualmente parecía formar parte de una estrategia de represalia en contra del gobierno que dejó de garantizar la impunidad de la que gozaron por años.
Y esta cultura de la ilegalidad fue y es evidentemente el peor de los daños que deja este negro episodio en la historia nacional. Una cultura de muerte que junto a las armas, produjo una suerte de cóctel degenerativo (como el del doctor Frankenstein) que se manifiesta en la cobardía de empuñarlas en contra de una sociedad indefensa.
El Estado fallido es aquel y no éste. El Estado fallido es el que está invadido por la delincuencia y permanece en la inacción cómplice y no aquel que da la pelea para salvarse así mismo y con él a la sociedad.
Es preferible sufrir las consecuencias de una guerra en contra de cualquier tiranía que resignarnos a vivir bajo su yugo. Por eso llama la atención la crítica obstinada, que en algunos, aunque elocuente, a todas luces es desafortunada.
México será un Estado fallido si claudica, no lo será si persiste firme en el propósito de restaurar la ley y la Constitución. El presidente Calderón ha actuado con valor y ha hecho lo humanamente posible por estas causas ciudadanas, pero sobre todo creemos que es acertado buscar quitarle la utilidad al delito para que finalmente nuestro país deje de ser el gran casino del crimen, donde la delincuencia apostaba sin riesgo a perder.
En efecto, el Estado actual puede estar fallando en muchas cosas, pero no en lo fundamental. Y si bien es cierto que es preferible siempre un gobierno de corte liberal al conservador que actualmente gobierna, cierto es también que las alternativas disponibles como el PRI y el PRD parecen ser más parte del problema que de la solución.
Los ciudadanos no podemos renunciar a la mejor arma que tenemos y que es el rechazo tajante, férreo y definitivo a lo ilegal y el apoyo incondicional a cualquier iniciativa a favor de las leyes de México, aunque venga de un partido diferente al de nuestras preferencias.
La comunidad mexicana debemos estar por encima de esas diferencias.
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