La obscuridad inicia su huida y no sé si es por el despertar del sol o de mi persona.
¿Quién entendería que amanecer convertida en diosa aumentaría mi tragedia de ser humana, naturaleza que a partir de esta semana deberé ocultar en público, pero seré incapaz de hacerlo en la intimidad?
Tengo miedo porque sé que cuando se impide el escape del gozo y dolor, irremediablemente, llegará el momento en el cual estallará quien los acumule. Conozco también que quien carga los anhelos de otros lleva sobre sí el mayor peso que existe, masa que terminará aplastándolo cuando a ella se sumen los injustos reclamos al ser humano confundido con dios. Nada más lejos de mí que desear el mal para mis semejantes y nada más imposible que transformar la vida de cada uno sólo con mi aspiración de hacer el bien.
Cuando esta noche huya de las millones de miradas que me escudriñarán en el día, apague la luz de mi recámara y despoje de la careta de todopoderosa, la soledad convocará a mis miedos, deseos y dudas para que se arrojen sobre mí en el breve regreso de mi dimensión humana, la que tratarán de desgarrar y devorar. El silencio con el que acompañaré cada pedazo que arrancarán de mí esas emociones y temores será parte de la condena que purgaré durante seis años.
Esta mañana confirmo que cuando el humano sucumbe a la tentación de ser adorado, cae sobre él la maldición que lo mismo le impide gritar de dolor que aceptar sus errores, razones ambas de asfixia.
La prohibición que impide mostrarse débil o falible a toda persona entronizada, no podré revocarla aunque sobre mi cabeza aparezca el halo de santidad que ve la masa necesitada de fe y harta de desesperanza. Me anima, sí, entender que mis promesas serán preferibles a mis verdades.
Como muchas otras personas, envidié a quienes tuvieron la posición que asumo. ¡Qué equivocadas estábamos, pues fácil es soñar con el mando y difícil soportar las exigencias de su realidad!
Si la vida es un juego que se define por el marcador de alegrías y tristezas, admito que desconozco cuál debe ser el sentido de mi apuesta. Cuando algunas voces piden que me aleje de quien cree ser mi padre y sólo es mi gran elector, hacen que la risa triunfe sobre el llanto. ¿Alguien pensaría en soltarse del madero al que se aferra en la mitad del mar?
En cambio, cuando otras expresiones exigen que transforme el rumbo de sus vidas —como si el poder fuera de los políticos y no de los dueños del dinero—la tristeza arrasa en ese juego. ¿De verdad hay quienes suponen que soy el único y más poderoso mando en el país? ¿En serio imaginan que la sola voluntad del gobernante define el rumbo de la nación? Pensarlo equivale a esperar que alguien viva sin la atmósfera que oxigena su cuerpo y sin los órganos que lo animan.
Por supuesto que todo esto lo negaría en público, al igual que diría que es falso que la democracia sea el mejor sistema para legitimar a la oligarquía o formar una nomenklatura “tropicalizada”.
Quiero ser libre como lo quieren casi todas las personas, pero no lo seré ni por el compromiso que tengo con el verdadero elector ni por mi propia conveniencia. En fuente permanente de verdades tampoco me convertiré, ya que si no podré garantizar con acciones la paz de los ciudadanos, al menos trataré de darles tranquilidad con mis palabras.
¿Soy una mala persona? ¡No! Soy igual a todas, formada por claroscuros, sin blancos ni negros absolutos, tan acostumbrada a la vida que nunca quisiera abandonarla y tan humana que primero frenaré la verdad antes de atropellar a la ilusión.
Huyó por fin toda la obscuridad. Es tiempo de volver a probarme la banda presidencial. Se hace tarde.
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