Alguna vez un funcionario de Hacienda explicó (privadamente) su doctrina de la ejemplaridad. Cuando vamos con gente armada al aeropuerto para detener a una cantante famosa, no vamos por lo que nos debe: vamos para que salga en televisión. Es como producir un comercial convincente de que hay que pagar impuestos.
Hace poco se grabó otro comercial parecido. En varias marinas del Pacífico, hubo un despliegue de fuerzas armadas contra turistas que habían llegado a México en sus yates y quizás no habían pagado los derechos aduanales de internación. Pocos hubo en ese caso, pero los yates infractores fueron decomisados. Naturalmente, la recaudación fue ridícula frente al costo del operativo. Sin contar las pérdidas de ingresos turísticos por los yates que ya no vinieron, o se fueron, sintiendo que habían visto más que suficiente de México y su folclor autoritario. Sin contar el gasto del gobierno en tener buena imagen internacional, desperdiciado en un escándalo contraproducente. Eso sí: nuestro país dio ejemplo al mundo de su recia soberanía, y a los contribuyentes de qué poderoso es el SAT.
No es fácil poner orden en México, porque las fuerzas del orden se usan para el desorden. ¿Hacían falta fuerzas armadas para cobrarles 50 dólares a pacíficos turistas? Por supuesto que no. Hacían falta para dar exhibiciones de músculo ante las cámaras. La teatralidad sin resultados prácticos puede tener otros efectos deseables (o indeseables): dar ejemplo, lucirse (o hacer el ridículo).
Pancho Villa puso en riesgo la toma de Ojinaga porque retrasó el ataque hasta que llegaron las cámaras de Mutual Films. Supeditó el resultado militar al objetivo mediático: verse triunfador en los noticieros (además de cobrar 25,000 dólares por la exclusiva).
El problema de estar ante la cámaras es que se acaba actuando para las cámaras. En el viejo PRI, los políticos tenían el ideal contrario: “El poder no se ve, pero se siente”. Vivían en la tenebra, dejando que todos los reflectores se concentraran en el Señor Presidente, protagonista de un comercial todos los días. Su equipo se la pasaba buscando lo que en la jerga mediática se llama photo opportunities: locaciones y actos oportunos para la foto cotidiana y las ocho columnas.
Algo de este presidencialismo ha reaparecido (discretamente, en páginas interiores), y ahora (como llegó la democracia) toda la clase política quiere estar en primera plana. La cuestión se complica porque en televisión no es fácil explicar algo medianamente complicado. ¿Cuántas palabras caben en un comercial de 20 segundos? Hay que simplificar, aunque la realidad se distorsione. Hay que producir imágenes contundentes y adjetivos memorables.
El poder de los medios consiste en definir la realidad. Es natural que el poder político no quiera que anden sueltas definiciones fuera de su control. Por el contrario, busca medios dóciles a las definiciones oficiales. Y es natural que el público adopte las definiciones mediáticas o las descarte en favor de especulaciones maliciosas. No es fácil formarse una opinión propia y fundamentada sobre cada noticia. Si sale en televisión un gran operativo de gente armada contra los yates extranjeros, el público supone que se trata de algo gordo, no de cobrar 50 dólares.
Si sale en televisión la toma militar de un hospicio, el público supone que escondía algo mayúsculo. ¿Una insurrección como la zapatista? ¿Un refugio de narcos? ¿Un centro de operaciones siniestras dirigido por una anciana perversa? Si luego resulta que no había cargos contra ella, y la dejan en libertad, no se entiende nada de nada.
Lo inexplicable favorece los chismes. En las altas esferas del poder, hay malquerientes del procurador que señalan otros casos en los cuales se lanzó a la teatralidad sin resultados. También hay bienquerientes que defienden su abnegación: sacrificó su prestigio por la patria. El senado iba a discutir leyes energéticas de importancia capital para el país. Estaban negociadas con los senadores, pero se temían disturbios y su efecto en la opinión pública (y el voto de los senadores). Hacía falta un escándalo que distrajera la atención y desactivara de antemano la producción de comerciales adversos.
Para la conciencia pública, con toda razón, lo importante son los niños. Pero el operativo los usó como extras de cine, y los olvidará en cuanto pierdan utilidad política. Gobernar para las cámaras no es gobernar para los niños.
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