Recientemente con la reubicación de la plaza de la República en la ciudad de Reynosa, donde estaban asentadas unas dos mil personas procedentes de otras nacionalidades, una tormenta de comentarios se ha vertido sobre las redes sociales. Unos solidarios y otros despectivos.
Y vale la pena mencionar que generalmente los mexicanos somos muy adeptos a criticar la paja en el ojo ajeno, pero se nos olvida que nuestro territorio ha sido durante siglos un corredor de grandes migraciones.
Desde las épocas prehispánicas existen vestigios de poblaciones enteras que ocuparon extensivas cantidades de tierra y luego desaparecieron o dispersaron, desde el cuerno del caribe hasta el cuerno de Cortés y esa es la historia de muchos de los países del orbe, en cada uno de los continentes.
Ahora bien, antes que llegaran los colonizadores habitaban en esta región noreste del país algunas etnias conocidas como los Carrizos y Comecrudos, entre otras.
En sus publicaciones, el antropólogo por la Universidad de Texas, Martín Salinas Rivera, se ha referido también a un grupo descrito por los europeos como los Pintos, que habitaban en la zona baja del río San Juan.
La razón por la cual no existen aquí espectaculares ruinas arqueológicas es porque estos pueblos eran prácticamente nómadas. Se asentaban varios años en un lugar y luego se movían, debido a las grandes inundaciones provocadas por el escurrimiento del río Bravo.
El botánico francés Jean Louis Berlandier fue el primero en documentar que la cuenca de este importante afluente se extendía como un delta hacia el Golfo de México. ¿Qué quiere decir esto? que como antes no existían las presas de contención, estos territorios terminaban anegados. Eran sitios inestables, sobre todo, durante las temporadas de lluvias y huracanes.
Cosas de la vida, Berlandier se ahogó en 1851 (hay versiones que aseguran que fue en el río Bravo y otras que en el Conchos), pero según recuerdo una plática con el antropólogo, sus archivos terminaron en el Instituto Smithsoniano y en la Enciclopedia Británica, ya que un visionario cadete del West Point vino y los compró a la que era su mujer en el poblado de Matamoros.
Casi dos siglos atrás de este lamentable incidente el colonizador judío Luis de Carvajal y de la Cueva, que también fue gobernador de la zona del Pánuco (previo a la existencia de Tampico), antes de ser juzgado por la Inquisición Española se trajo de España barcazas llenas de criptojudíos y judeoconversos que huyeron del edicto de la Alhambra (decretado por Isabel la Católica en mayo de 1492 para expulsar a los hebreos de toda la península ibérica, también conocida como Sefarad).
Unos se asimilaron a los poblados de las huastecas, otra parte numerosa se estacionó en Cerralvo, Nuevo León, pero otros a través de los años se introdujeron a la zona norte del Nuevo Santander (Tamaulipas) e incluso en Texas.
Sin embargo, cuando apresaron a Carvajal y de la Cueva se originó una diáspora causada por ese movimiento inquisidor, apoyado por la Iglesia Católica (casi tan criminal como el Nazi de Hitler, aunque no tuvo tanto impacto porque evidentemente no existían medios de información). Muchos de los “nuevos” foráneos tuvieron que irse para Saltillo y Monclova, mientras que otros se dirigieron más hacia el noreste.
Se sabe que luego bajó Diego de Montemayor y repobló Monterrey, pero entre estos grupos de habitantes de origen hisopano-sefardita hubo quienes también ocuparon lo que hoy es el municipio de Camargo, luego Reynosa y después Matamoros, donde las culturas además se amalgamaron emparentando su sangre con los pueblos nativos.
Con el transcurso de los siglos las familias fueron creciendo en número pero, incluso durante la primera el siglo XX, en cantidad de habitantes eran mucho menores a las que existen hoy en día.
Y aquí me viene en mente el gran maestro Pepe Ramos, integrante de la mítica agrupación La División del Norte, que en 1971 participó en el Festival de Rock y Ruedas de Avándaro y quien trabajó también con grandes artistas.
En una de las entrevistas que le hice soltó una carcajada jocosa cuando recordó que al subir al escenario le dijo a su gran amigo Wayo Roux:
«Mira compadre, allá abajo hay más gente que en Reynosa junta».
Para darnos una idea se habla que por aquel entonces esta fronteriza ciudad tenía alrededor de 35 mil habitantes y en Avándaro estaban más de 300 mil personas.
Por eso digo que nos mordemos la lengua cuando se nos ocurre hacer una crítica ácida de los extranjeros que llegan a esta zona de la frontera, porque nuestros padres lo fueron y también nuestros ancestros.
Del lugar que sean son seres humanos. No debemos tratarles como lo peor, porque eso solamente refleja la pobreza de espíritu que tenemos como personas.
Esta mañana cuando vi la publicación de un amigo periodista con las fotos del antes, del inter y el después de los extranjeros en la Plaza de la República (que básicamente se quedó sin el césped y algunos de sus accesorios, algo que puede recuperarse), un usuario dijo que deberían deportarlos a sus países de origen y es cuando rebota en mi mente que somos muy dados a olvidar nuestro pasado.
Es cierto que este tema es muy complejo, que cada país tiene el derecho de reservarse a quién deja pasar. Pero a no ser por alguien que haya cometido delitos graves emigrar es un derecho universal. Incluso Jesucristo fue migrante cuando sus padres lo llevaron hasta Egipto porque Herodes buscaba al niño para matarlo.
Considero que la forma de atender esta problemática no es el egoísmo, sino la humanidad y la promoción regional del desarrollo.
Mucho se dice que los países receptores de migrantes buscan generar fuentes de empleos con las naciones emisoras, ¿pero realmente se está trabajando a fondo para conseguirlo?
Si lo intentan es lógico que vendrá una etapa de incubación, que los resultados no serán en un abrir y cerrar de ojos, pero ahí deben participar todos, gobiernos y empresas. En México gran parte de la iniciativa privada está peleada con el presidente.
En lo que a nosotros nos corresponde, en vez de criticar a los inmigrantes que vienen de manera pacífica buscando la manera de salir adelante o huyendo de la violencia, tratemos de mirar la viga que tenemos en nuestros ojos, para que antes de hablar en contra de los demás pensemos de dónde venimos.
Algún día nuestros seres queridos también recibieron la ayuda de alguien y nosotros podemos continuar el ciclo y facilitar su tránsito; no seremos quizás mejores personas, pero tampoco seremos las peores.