María Rosenda nació en 1970 en una familia de régimen militar muy estricto. Papá y mamá estaban modelados a la antigua y la hija debía someterse a la dura disciplina de la casa. Por tanto no se le permitían amiguitas y menos amiguitos de niña y la vigilancia se estrechó al llegar a la adolescencia y a la juventud. Así es que pasó sus años floridos en la soledad de su habitación, pero muy feliz porque todo mundo se veía con respeto y en sana convivencia.
Pero llegó un día en que se mostró dispuesta a romper el yugo paterno y se decidió a ser ella misma. A buscar su propio camino. A obedecer pero no a someterse ciegamente a los dictados de sus progenitores y hermanos mayores. La ocasión se presentó cuando comenzó a trabajar y a conocer personas que le despertaban la necesidad de un afecto distinto al que conocía bajo las cuatro paredes de su domicilio.
Y así fue como, en 1996, tratando de huir del acoso de su familia, se enamoró de un muchacho todo dulzura. Era un encanto en su trato, pues inclusive para tomarla de la mano le pedía permiso. Detallista a más no poder, él le mostraba que sería un salvoconducto en su vida y le garantizaba la seguridad que una mujer tímida pide a gritos por haber sido educada en una burbuja. Además, el hombre era guapo y de una personalidad distinguida que impactaba a primera vista. Discreto, hablaba poco de sus padres y hermanos que vivían en otra ciudad.
Se hicieron novios. Ella, emocionada, se guardaba sus sueños de un futuro que cualquier mujer soñaba al lado de un hombre así. No podía explayarse con los suyos. Prefería no levantar envidias con sus compañeras y se ilusionaba con una pronta propuesta de matrimonio que entonces sí la haría gritar a los cuatro vientos que el amor existe. Que había encontrado a su “príncipe azul”. Que, ella de 26 años, y él de 31, se habían encontrado como un regalo divino porque habían nacido el uno para la otra.
Pero se extrañaba que no era una persona decidida para la intimidad. Inclusive veía cómo sufría al pedirle un beso y lo eludía con el pretexto de que “ya llegará el tiempo en que habrá algo más”. Contra su creencia de que los hombres a las primeras de cambio se alocan y quieren llevar a la novia a la cama, ella se preguntaba por qué no despertaba en él ninguna pasión ni siquiera al acariciarlo a solas como queriendo provocarle su instinto masculino.
Había pasado un mes y el beso que selló su compromiso fue tan tibio, que mejor prefirieron ocultar su interés por acerca sus labios y, como dijera él, “esperar el tiempo en que habrá algo más”. Y parecía que, a los seis meses, ese tiempo llegó. Ella habló con su familia que, simplemente, renegó de su decisión tan precipitada y sus padres le advirtieron que si fracasaba, ni se le ocurriera regresar a la casa. “Esto no es un juego. Piénsalo bien, porque si te va mal con ese hombre, no cuentes ya con nosotros”. El ambiente militar seguía respirándose en la atmósfera que asfixió su niñez, adolescencia y juventud.
Ahora, a sus 26 años, tenía la oportunidad de zafarse de la mano dura y arroparse en la calidez de quien le ofrecía cobijo seguro en el amor y en la confianza. Así es que aceptó el matrimonio civil e irse a vivir al departamento de él para darse un periodo de prueba y casarse por la iglesia un año después, con la condición de que ella se cambiara de trabajo. Sin embargo, no se consumó la unión carnal por alegatos de él sobre cansancio, frustración laboral, prejuicios estúpidos, etc., que ella aceptaba en su inocencia por no haber conocido el mundo real al vivir otro mundo en su casa.
Lo peor es que salió de una cárcel para entrar a otra por los celos enfermizos de él que la obligaban a no asistir a las fiestas del negocio donde laboraba.
Soportaba insultos, mal comportamiento y terrorismo psicológico, al tratar él de lavarle el cerebro de que valía poca cosa en comparación de lo que valía él. Le bajaba la autoestima hasta los suelos haciéndole creer que no era bonita ni atractiva y, para colmo, le decía que era la culpable de no saberlo estimular para el coitio. Y ella se lo creía. Y ella aceptaba su inexperiencia sexual como origen de sus desafortunados encuentros conyugales.
Sin embargo, un día abrió los ojos por la sospecha que le despertaron unas prendas femeninas en un escritorio donde él guardaba papelería de su trabajo con llave y que por descuido dejó abierto. Además tenía otros artículos femeninos y pinturas labiales o aretes. Al pedirle una explicación, la convenció de que todas esas cosas eran de sus dos hermanas, que dejaban cuando venían de otra ciudad a verlo.
Hasta que la relación tronó porque, irritado a más no poder por las frecuentes preguntas de ella acerca de su orientación sexual, se atrevió a golpearla. Y entonces sí, María Rosenda ya no aguantó. Se fue de la casa y él ni con ruegos y llanto consiguió revertir su última palabra.
No obstante el sufrimiento de ella continuó al ser rechazada en su casa por la dureza de corazón de sus padres. ¿Cómo iban a soportar tener a una hija divorciada si apenas hacía un año se había casado? “¿No te lo advertimos a tiempo que lo pensaras muy bien?”. Así es que buscó apoyo con una compañera de trabajo que entendió el drama que se cernía en su vida y le dio alojamiento. Inclusive le recomendó a un abogado para el trámite del divorcio necesario.
No hubo más pleitos. La firma del convenio se realizó en tiempo récord, sin insultos ni lamentos. Cada quien se dispuso a seguir por otro camino y hasta se agradecieron el afecto en el año que vivieron juntos. Todavía más: los papás de María Rosenda vencieron su resistencia y la recibieron de nuevo como la hija que tanto amaban aunque imponiendo sus condiciones.
Pasaron los años. Decepcionada, dice que ya no sueña con casarse. Y menos después de encontrar al que suponía su “príncipe azul” en el 2001, por casualidad, en el centro de Monterrey. Después del saludo obligado, de mutuo acuerdo entraron a platicar a un restaurante cercano. Todo para pedirle perdón y confesarle que era homosexual. “Pero lo sabes disimular muy bien”, le comentó ella, obteniendo como aclaración: “Por eso sufro más. Porque tengo miedo que me descubran en cualquier parte”.
Sin embargo, lo más sorprendente que al instante hizo de ella una estatua rígida con los ojos cuadrados fue escucharle el susurro casi al oído: “Tengo sida, hermosa. Desde hace años sé el diagnóstico, por eso jamás quise tocarte para no hacerte daño… Tengo sida y cada vez está en etapa más avanzada porque ni los medicamentos detienen su destrucción por dentro. Perdóname si te hago otra vez sentir mal”.
María Rosenda de inmediato acudió a realizarse un estudio y, para su fortuna, resultó negativo. Pero las dudas se clavaron en su mente, por la cercanía con un infectado del mortal virus, a pesar no haber tenido relaciones sexuales. En el 2007 volvió al laboratorio y otra vez el resultado negativo le permitió respirar profundo. Él era ya solamente un mal recuerdo teñido de pavor. No lo volvió a ver ni a saber nada de su trabajo.
Pero hace poco, a fines de 2015, ella estaba muy tranquila una de esas frías tardes otoñales, entregada a su último trabajo en una funeraria, cuando recibió a los parientes de un hombre fallecido por la mañana. Y cuál no sería su asombro al enterarse que el difunto era Juan Armando Martínez Zarazúa. Simuló la mayúscula sorpresa e hizo los preparativos para el velorio. Más adelante, ya instalado el féretro, no se aguantó las ganas y se asomó a ver el rostro de su ex a través del rectángulo de cristal de la caja.
-“Dale, Señor, el descanso eterno”… Alcanzó a musitar alguna otra jaculatoria religiosa. Pero no se pudo quitar el recuerdo de que su príncipe azul más bien fue un príncipe rosa. Y escribió en una libreta lo que sigue repasando hasta estos días: “Cada quien su vida, sólo que no hay que echar a perder la de otras personas por temor al qué dirán”.
María Rosenda acaba de hacerse nuevas pruebas de laboratorio y nada. Afortunadamente no hubo ningún contagio. Sin embargo, no quiere vivir ninguna otra experiencia que tenga que ver con el amor. El trauma se clavó hasta el fondo de su corazón. Y por eso en el terreno sentimental no quiere que haya otro mañana.
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