Cuando decimos que una persona posee integridad, nos referimos a que es alguien con entereza moral. La palabra “íntegro” significa “completo” o “entero”. En términos prácticos, la integridad humana es una alineación de lo que piensa, lo que dice y lo que hace en perfecta y pura coherencia, congruencia y consistencia. Se refiere a personas hechas de una sola pieza, sin fracturas morales o psicológicas, sin doble moral, sin cabos sueltos, sin faltas, ni grietas, ni vacíos, ni dobleces, ni engaños, ni falsas apariencias.
La integridad es la consolidación del ser y es algo que se construye, se constituye y se practica y a veces, con grandes sacrificios. Puede tomar años, o décadas de vida y de aprendizaje construir integridad. Incluso, es a veces necesario pasar por varios quebrantos, para juntar y acomodar las piezas de nuestro ser una y otra vez, hasta que finalmente todo queda en su debido lugar.
El “pegamento” para lograr esa cohesión integral es e implica en primera instancia, una serie de valores y principios bien definidos (que nada tienen qué ver con las “reglas sociales” aunque puedan coincidir). Se trata de convicciones humanas propias (no de prejuicios adquiridos ni costumbres heredadas). Se trata de pilares sólidos e inquebrantables y nunca sujetos a las circunstancias y al márgen de conveniencias. La integridad implica una consciencia despierta y plena, así como una constante auto vigilancia, auto conocimiento e introspección.
Cuando se está frente a una persona íntegra, “lo que ves es lo que es”. Frente a una persona íntegra sabes a lo que te atienes. La integridad es el “Yo Soy” en su máxima expresión. Es cuerpo, mente y alma amalgamados a base de sangre, sudor y lágrimas para finalmente lograr la verdadera conquista de la felicidad.