Hace unos días vi en TV a Josué Becerra importunando a un niño amodorrado en el suelo bajo una cobija, apenas amaneciendo a su cumpleaños. Comprendo la intención del periodista, que correspondería a la del medio. Quiero suponer que el rating se disparó, y cientos de conmovidos espectadores apenas pudieron contener una lágrima.
El pequeño quedó sin cama, sin casa, sin nada, luego del incendio del predio irregular conocido como “El Pozo”, al norponiente de Monterrey. Estoy seguro que, al margen del pragmático recurso para impulsar el rating, al propio Josué también le conmovió la escena, y regresó a su noticiero con unas cuantas lágrimas atoradas en la garganta. He visto casos así. Periodistas metidos en el saco del reporte sobrio y objetivo, que se han quebrado ante las cámaras y en vivo. Exhibir, el recurso favorito de los medios para imponerse a la competencia, cobra facturas a veces muy caras al personal.
Siempre me he cuestionado si la exhibición desmedida de la tragedia o de la miseria humanas tiene sentido. Mamá a veces se ha emocionado hasta las lágrimas con algunas escenas de TV. Yo mejor no me cuento, porque a veces hasta las caricaturas me conmueven. ¿Qué pasa en el espectador? En cualquiera, en la generalidad. Creo que esa conmoción se traduce en indignación. La primera pregunta que surge es “¿Por qué?” Y como los elementos de nuestros sistemas económico y social son un alambique de intereses, injusticias y enigmas, resulta más fácil elegir culpables. El impulso por comprender la causa nos lo catafixian por el de hallar un culpable. Un viejo recurso, por cierto. A la entrada del extinto Templo de Jerusalén había también esa oferta: novillos, cabras, corderos, palomas… Yahvé perdonaba con gusto la culpa expresada sobre el sacrificio cuya expiación compartían con más gusto y gula los sacerdotes que se zampaban la carne de la inmolación.
Esta vez, el procedimiento fue bastante similar en los medios. El mal en su origen seguramente fue una idea confusa, pero una vez que tuvo un nombre, ya no tuvimos que mortificarnos con escrúpulos y remordimientos: ¡fue Satanás! Y santo remedio.
Entonces aparecen los comunicadores metidos a predicadores. En diversos grados de frenesí, a veces con argumentos inteligentes, a veces con inconsistentes pero determinantes “J’accuse!”, sugieren o de plano señalan a un culpable. En el caso de “El Pozo”, fueron señalados el alcalde de Monterrey, don Luis Donaldo Colosio, y el gobernador de Nuevo León, don Samuel García. Un profundo suspiro exhaló el respetable público al saberse ajeno a la tragedia, y ya con las manos limpias de culpa pudo, con toda confianza, expresar su profiláctica compasión con donativos a las víctimas e improperios a los presuntos victimarios.
Pero el alcalde y el gobernador, me temo, no son culpables, son responsables del contexto social en el que estamos. Los pusimos ahí para eso, para mantener las cosas como están, es decir, para que cada quien conserve o incremente su posición en la sociedad; y que si cambia, que sea para mejorar. Pero que, eso sí, no se noten demasiado las desigualdades. Ninguno de los actuales alcaldes, ni el actual gobernador, crearon esas comunidades rupestres en medio de urbanizaciones más o menos adecuadas. Han sido la necesidad y la indolencia oficial, social e incluso mediática, la que dejó que se multiplicaran esos guetos. Además, dignificar a la miseria nos incomoda, nos sentimos humillados, creemos que mejorar el estatus de los pobres nos rebaja, demerita el esfuerzo que nosotros hicimos para superarnos. Queremos que sufran nuestras mismas penas y fracasos antes de subir un peldaño en la escala económica. Se critica la legitimación de recursos para pensionados y estudiantes, pero se celebran los caritativos “apoyos” de políticos.
Exigimos que se ejerza la caridad, no la justicia. Porque si nos interesara la justicia, apelaríamos a alcaldes, legisladores, gobernadores y presidentes, para que se hiciera piso parejo, que desaparecieran esos campos de concentración de la miseria, y que todas esas familias se integraran efectivamente a la sociedad con sus necesidades básicas satisfechas, que no son otras que las que enuncian los Derechos Humanos Universales. El incendio en “El Pozo” fue el holocausto, el humo que asciende, la sumisión, pero no ante Yahvé, sino ante la prédica de unos cuantos.
Yo no sé si don Samuel o don Luis tengan el firme propósito de iniciar un cambio, porque ellos, así se perpetuaran en el cargo hasta el límite moral de las reelecciones, no podrán concluirlo, sólo iniciarlo. Además, todavía están el proceso de aprendizaje en la administración pública. Apenas están conociendo las herramientas legales y humanas de sus administraciones, la parte más difícil de gobernar, la más peligrosa también.
El incendio en “El Pozo” fue el faro que indicó uno de los escollos que hemos erigido, no allanado. Lo mostró a diputados, alcaldes, gobernador, pero también a todos nosotros. Los medios fueron el escaparate, pero no son la solución, ni siquiera se han preocupado por buscarla. Nadie mejor que un medio de comunicación para propiciar y mantener un diálogo constante entre autoridades y ciudadanos, y también, nadie mejor que un medio de comunicación, para crear una ruptura entre ellos. Don Andrés Manuel no me dejará mentir.
Dentro de un año, y sólo tal vez, a algún diario o canal de televisión se le ocurrirá hacer un memorial de este incendio, pero será una mera efeméride si este incendio no ha encendido también las conciencias de la gente y las autoridades. Porque eso fue un “Pozo”, pero hay muchos “pozos” en Nuevo León. Cientos de familias que improvisan una casa en donde pueden…
Por cierto, en pleno centro de Monterrey, sobre Padre Mier casi esquina con Zaragoza, hay un “pozo”, una vivienda apenas esbozada con trapos, cartón y plástico. Este jueves poco después de las 6 de la mañana, su único habitante… ¡cantaba! Tal vez tenemos una idea equivocada de la felicidad, pero no hay duda que el instinto nos dice que la tierra invariablemente nos arropa, que es nuestra casa. ¡Cómo no cantar por eso!