Cuando sucede algo que nos desgarra, nos aterroriza y nos desquicia de dolor, necesitamos encontrar a un culpable.
Necesitamos señalar a alguien, a algo a lo que se le pueda endosar el dolor irracional que nos invade. El caso de Debanhi Susana, ese atroz feminicidio nos llena de horrorosas dudas. ¿Cada uno de los casos es un hecho aislado de los otros? ¿Se trata de alguna banda de feminicidas? ¿Es un solo asesino serial? ¿Qué clase de monstruo psicópata y sociópata es capaz de levantar a una joven, asesinarla y tirar su cuerpo como basura? Quien (o quiénes) haya(n) cometido tal atrocidad, es -o son) sin duda el principal, único y gran culpable, rezamos por que lo atrapen y lo castiguen con todo el rigor de la ley….
Pero la culpa, la maldita culpa es traidora y cobarde. El peligro de endosar la culpa a la presunta ineptitud e ineficiencia de la fiscalía podría provocar que bajo la presión pública, suceda como en muchas otras ocasiones, que se inculpe a un inocente, que “echen a los leones” a un chivo expiatorio, para callar bocas, para apaciguar a la feroz opinión pública. Por que la culpa, la maldita culpa sabe envenenar con los tiempos.
Los tiempos…los tiempos que corrompen las culpas como corrompen los cuerpos perdidos de las víctimas desaparecidas…las culpas traducidas en encono y violenta rabia social que incendia puertas, que destruye monumentos, que arrasa los espacios públicos…es una culpa perdida…como una hija perdida que estuvo ahí, parada en medio de un angosto camellón y termino sin vida, sumergida en una cisterna de agua estancada….estancada como nuestra impotencia, estancada como un dolor hundido en el fondo de nuestras conciencias. Porque es un dolor y un terror “al portador”, sin destinatario identificado, sin dirección conocida.
¿Por qué Debanhi no llamó a sus padres o a algún familiar entre el momento en que salió de la quinta donde estaba y el tiempo que estuvo parada en medio de una carretera mortal? Y se preguntan ¿Hay algún registro de llamada? ¿Algún intento de mensaje de texto? ¿Se acabó la carga de su celular? ¿el saldo? ¿A qué horas se dio el último intento de comunicación entre la chica y sus padres? ¿Hay registros? ¿Ubicación? La pregunta de: “¡¿Por qué no me llamaste hija?!” puede torturar a unos padres devastados por el resto de sus días.
La maldita culpa es corrosiva y cáustica, mientras nos torturamos auto flagelándonos con el látigo de preguntarnos si como padres pudimos haberlo hecho mejor o si la tragedia es el resultado de fallar tanto….la culpa es despiadada.
En todos los casos así, sucede que si los padres eran negligentes, que si la chica era rebelde e irresponsable, que si la policía fue inepta y negligente, que si estaba “en el lugar y momento equivocado”, que si los medios entorpecen las investigaciones, que si esto que si lo otro…¡Aturdidos y perdidos en la vorágine de las culpas!
Que las culpas dispersas y malditas no nos distraigan del objetivo: Hay que encontrar a los verdaderos culpables, a los verdaderos monstruos infames. No queremos “chivos expiatorios”, no queremos que paguen justos por pecadores, ni evidencias sembradas, ni expedientes mal integrados producto de la presión pública. Que no nos aturda ni nos confunda la imperiosa necesidad de colocar la culpa, el juicio desubicado y el encono fuera del objetivo. Porque en ese aspecto, algo de culpa -de maldita culpa- tenemos todos.