El marketing político surge como el gran remedio ante el creciente desgaste y desprestigio de la clase política en general en todo el mundo. Como herramienta, resulta más eficaz que el discurso o la propaganda. En tiempos de Internet y mediante las redes sociales, las imágenes elocuentes y los textos cortos llegan al objetivo (clientes) y producen impacto de forma inmediata. Sin mayor complicación, el marketing político convierte a la persona en personaje y a su vez, a éste en su “producto”. En pocas palabras, se trata de un “clientelismo”: crea “marca”, construye una imagen, y busca dominar el mercado insertando un concepto prefabricado en el consciente colectivo en el que la ciudadanía/cliente, “compre” un concepto para el cual, la moneda de cambio es la aceptación incondicional. El marketing político no es un “remedio barato”, pero es un remedio al fin ante la cada vez más difícil y lenta tarea de generar verdadera simpatía, credibilidad y confianza.
Pero como sucede con todos los “remedios”, la diferencia entre lo que cura y lo que mata está en la dosis. “ni tanto que queme al santo ni tan poco que no lo alumbre”. El verdadero reto de los estrategas del marketing político es encontrarla justa medida. La sobre-exposición es tan inconveniente como el escaparate vacío. El problema es que el efecto del marketing político –porque trabaja con los egos y los afectos- puede causar una cierta adicción psicosocial, una sensación de que “nada es suficiente”, en una “tentación” de exponer más, lograr un impacto mayor, o incurrir en una “sobre-dosis” que se convierta en caer en el exceso y por consecuencia en la saturación, y lo que antes era adoración, fácilmente se puede convertir en aburrimiento o desvaloración del “producto”.
Si la clave de la verdadera comunicación informativa es responder al “qué, cómo, cuándo, quién, dónde, por qué”, la mercadotecnia política es un tema de precisión en cuanto al “tiempo, tema, tono y tino”; es un asunto de diagnóstico y dosis correcta y sin perder de vista el objetivo, sin saturar al cliente, para que el remedio no pierda su efectividad y sin desgastar al “producto”. Independientemente de que se trate de un escaparate, la estrategia debe ser consistente, congruente, coherente y constante y dosificarse de manera correcta, para que el remedio no resulte peor que la enfermedad.