Alguna vez comentaba que hay una manía clasista y xenofílica en muchos mexicanos, sobre todo en los clasemedieros, ya sean aspiracionistas, o suspiracionistas, o nada más medio clasistas. En algún momento, a la hora de hablar de la familia, siempre sacan a relucir un antepasado ibérico. Hasta el más prieto presume un escudo heráldico español. Y tienen razón, porque la gran mayoría de los mexicanos somos mestizos, y bien mestizos. Salvo los que llamamos “pueblos originarios”, todos los demás somos una capirotada genética que ya traían consigo los españoles y portugueses que conquistaron y colonizaron la Nueva España y sus reinos anexos. En la España del siglo XVI no era lo mismo un catalán, un vasco, un asturiano o un gallego, y creo que hoy tampoco lo es. Ni hablar de las oleadas de invasores y colonos que dieron vida a esa paleta de colores: fenicios, griegos, celtas, romanos, visigodos, judíos, árabes… No sé si en España se tenga la costumbre de presumir ancestros de alguno de esos mestizajes.
Con todo ese bagaje, aunque presumamos de ancestros hispanos y hasta les sigamos el rastro por varios siglos, no podemos asumir pureza racial. No todos los mexicanos porque, en efecto, sí hay razas más o menos puras, y son lo que queda de nuestras civilizaciones nativas. Sí, CIVILIZACIONES, aunque les revuelva la tripa al líder de Vox y a uno que otro expresidente español. ¿Que los aztecas se comían a la gente? Sí, es verdad. No imagino qué pensaría don Moctezuma cuando se enteró que los cristianos se comían a su dios. Y no era un acto simbólico sino muy real, por aquello del Misterio de la Transubstanciación. ¿O no es así, “Santi”?
Con esos antecedentes llegamos a principios del siglo XIX. España, luego de ser aliada de Francia pasa a ser invadida, lo que inicia su propia guerra de independencia. Eso sí, acabó con un ejército glorioso pero en crisis, mal armado, mal vestido, mal preparado, con más oficiales que tropa y más caballeros que caballos, y una armada miserable que apenas si flotaba. En 1814, el general Luis María Salazar y Salazar, y también conde de Salazar, escribía: “he presenciado el tener que encerrar la tropa en su cuartel porque la absoluta desnudez en que se hallaba no permitía, sin ofensa de la decencia, que saliese a las calles”. ¿Exagerado? Creo que no, pues lo dijo cuando asumía el despacho de la secretaría de Guerra y Marina para Fernando VII.
Aquellos veteranos sufrieron las de Caín en España, pero lo preferían a ser asignados a las tropas de élite en América donde, por ley, debían encabezar la tropa fija. Una gran parte de los militares no sobrevivían al viaje, otros eran abatidos por enfermedades tropicales. Así que, en México, unos pocos peninsulares presidían el ejército, los demás eran reclutas criollos y mestizos, y la mayoría potente eran milicianos locales. Es decir, durante la revolución de independencia en México, no hubo muchos españoles peleando. Eran americanos contra americanos. ¿Se sentían españoles? Yo creo que no mucho. Ya imagino el terror en el ejército realista cuando se les planta enfrente un ejército, desvencijado, sí, pero de indios, de pura raza, que no entendían nada de política y sí de revancha. Esos insurgentes prietos, descalzos y armados con palos ¿se sentían españoles? ¡Claro que no! E hizo bien don Lucas Alamán al esconder los restos de Hernán Cortés para evitar profanaciones una vez consumada la Independencia, cuando se desató una persecución contra los españoles peninsulares radicados en México. Una persecución verdadera, no las habladas ridículas de ahora entre oficialistas, malinchistas y extremistas hispanos.
Décadas más tarde, cuando aún quedaban cicatrices del afrancesado porfiriato, México recibió a inmigrantes españoles que huían de la Guerra Civil. Que yo sepa, no hubo rencores de por medio. Al contrario, fueron bien recibidos y aportaron mucho a México. Comprendo que los descendientes de estos inmigrantes sientan nostalgia por el terruño ancestral, pero no regresaron en masa cuando pudieron hacerlo. ¿Se sienten españoles? Un poco en la memoria, en los hechos se sienten mexicanos. Hasta don Vicente Fox Quesada, “de cuyo nombre no quiero acordarme”, retoza feliz entre las tepocatas y las chachalacas de su rancho mexicano, aunque conserve orgulloso, ridícula pero muy legítimamente, los restos del ceceo hispano.
¿A qué viene entonces esa nueva radicalización racial contra los pueblos originarios, inducida, deliberada o imprudentemente, por sujetos como “Santi” Abascal, Aznar, y hasta el propio presidente López? ¿Con qué cara reclamamos a España por un dominio si hasta la independencia la peleamos entre nosotros mismos? Mi abuela, que no era bióloga ni genetista, sabía que cuando se trasplanta un vegetal, la nueva tierra lo modifica. Un oso de la sierra y un oso de zoológico, ambos son osos, pero no son iguales. El medio los determina y los transforma. Si transcurrieran miles de años esa diferencia se radicalizaría. Por eso, así tenga yo al menos un apellido de origen español, no soy español. Soy, indudablemente, mexicano, con un perfil norteño que también hay que considerar, pero tan mexicano como el más impoluto lacandón o yaqui.
Si queremos resucitar las teorías raciales, es mejor que no volteemos a ver a España. No tiene nada qué enseñarlos. Lo racialmente más puro que tenemos son los pueblos originarios que, con sus propias diferencias, eran mexicanos antes que Colón se tropezara con una islita en el Caribe. Dijo bien el sublime racista de José Vasconcelos, “Por mi raza hablará el espíritu”. Sólo que no hay consanguinidad en el espíritu sino afinidad, y al desdeñar el mestizaje para asumirse iberdrolos o choznos o bichoznos del Marqués del Valle de Oaxaca, la “raza cósmica” termina siendo “raza cómica”.
Y aquí nos tienen, metidos en un brete racial grotesco, paleros de “ultras” extranjeros y de nacionalistas erráticos nacionales. ¿Raza? Sí, hay una raza mexicana. Y sin ser científicos la definieron mejor don Lalo González y don Jeremías Becerra. Sólo que la tendencia parece ser el resucitar una estructura social virreinal, con peninsulares impostados, criollos advenedizos, mestizos “aspiracionistas”, y todos los demás, la mayoría, nosotros, la chusma, es decir, la raza. No la raza pura, sino la pura raza.