Diciembre suele ser el despertador de los recuerdos. Sobre todo los más viejos, o los más jóvenes si lo vemos de allá para acá. Porque de alguna manera recordar es meterse en la máquina del tiempo. Regresar mucho un poco. Este 1 de diciembre, mientras lidiaba con una inoportuna y dolorosa crisis gástrica, recordé al niño tragón acaparando colaciones en la charola donde mi agüela ponía al Niño Dios. Colación por beso a la imagen. Era un buen negocio. Así dilapidaba castos, aunque poco devotos besos a cambio de aquel tesoro de golosinas. Luego llegaba la divertida incertidumbre, esa ruleta rusa de mi gula infantil: ¿Qué hallaría en el centro de aquella estrella azucarada? ¿Semilla de cilantro o de anís?
Precisamente bebía una infusión de anís para calmar la actividad vesubiana de mi estómago. Tal vez eso alborotó mi memoria, y mi íntimo suplicio. Me torturé adicionalmente recordando tonadillas de Cri-crí. En realidad no me gustaban mucho aquellas canciones. Prefería boleros y rancheras. Pero aunque un niño criado en el campo no le doran la píldora tan fácil con fantasía ni necesita aprender a imaginar, la norma era que a todos los niños debían gustarle las canciones infantiles, especialmente de Cri-crí. Así que cumplí con el rito de paso. Tanto así que ahora todavía me quedan rastros que aquella didáctica musical: muchas estrofas de Cri-crí tatuadas en la memoria.
Recordé especialmente una canción: “Teté”. Hasta ahora, seis décadas después, me doy cuenta que nunca puse atención a la letra, que la música y el “teteo” eran lo divertido. Por lo menos no se trataba de un rey hipercalórico y pegajoso. Tampoco de señoras patas, que no pocas veces tuve que desnucar, desplumar, eviscerar a alguna para meterla a la cazuela. Pero entre eructos y nauseas de mi gastritis, recordé la letra de “Teté”. ¡Dios santo! Hoy estaría más prohibida o censurada que un narcocorrido. La mentada Esther era, además de precoz, discriminadora, supremacista y testarudamente fifí.
Me resultó hasta divertido comprender, hasta ahora, que Teté esperaba a un príncipe azul, ya ni siquiera blanco. Para su desgracia frente a su balcón sólo pasaban morenos y gandules. Más divertido aún porque en el estribillo de la canción hay ¡cuatro tes! (MéTETE TETÉ) Confieso que desde mi lecho de dolor se me escapó una risilla sarcástica frente a esta simpática diacronía política que, evidentemente, Cri-crí no hubiera imaginado.
Sé que no es nada sano practicar la exégesis de una canción de Crí-crí mientras se soportan (mal) intensos dolores abdominales. Por lo menos ayuda a distraerse. Pero no quise pasar del Ramez (interpretación rabínica por pistas). Me dio un poco de temor seguir con mi exégesis de “Teté” y llegar a la iluminación… De madrugada sería inapropiado; si energía eléctrica sigue siendo muy cara, la divina debe estar por las nubes.
Como en el fondo sigo siendo un niño campesino, preferí imaginar los “Tetés-fifís” viendo horrorizados e indignados la masiva respuesta a la fiesta de don Andrés en el Zócalo. Como Esther, en sus balcones no pasaron más que morenos y gandules. Acarreados o convencidos, ahí estuvieron, no se fueron ni renegaron por estar ahí y yo, la verdad, los vi bastante entusiasmados. Tal vez una crisis de gastritis como la mía les hubiera ayudado a encontrar mejores pistas para explicarse ese fenómeno. Hacer sesudos y aparentemente académicos análisis de un trienio, in vitro, lejos de la parte más importante de la administración pública, que es el público, describen, si es que son honestos, abstracciones, no hechos ni tendencias colectivas. Esa interpretación integral es la que necesito para entender lo que me da la ligera impresión de que no es un fenómeno político sino social. Y necesita ser entendido y asumido, no rechazado a priori, o se corre el riesgo de que se salga de control.
No la ilusión dibujada en “rotundos” análisis y viscerales críticas. Una oposición pragmática no ilusa como Teté. Como yo, que aunque le hubieran puesto rebozo y canasta a una pata, igual hubiera terminado en la cazuela.