¿Cuál es uno de los indicadores para conocer el grado de cobardía del hombre?, es una pregunta que nadie me ha hecho y que posiblemente sea ajena al interés de la mayoría de las personas.
Sin embargo, las interrogantes que se plantean por primera vez y sólo preocupan a quienes las realizan, han dado pie a descubrimientos e inventos trascendentales para la humanidad.
Por supuesto que este no es el caso. Se trata únicamente de un cuestionamiento motivado por los tiempos electorales.
El indicador al que me refiero es la voluntad o decisión para debatir, tanto con uno mismo como con otros individuos.
Aunque el concepto de debate se refiere a la confrontación de las opiniones de dos o más personas, la dupla para articularlo puede ser integrada dentro del individuo por el conocimiento que le resulta cómodo o conveniente, y por el nuevo saber que amenaza al antiguo.
Es necesario, por ejemplo, ser valiente para cuestionarse en soledad si toda una manera de explicar la vida se echa a la basura para sustituirla por nuevas y quizá dolorosas razones, o para enfrentarse públicamente a opiniones distintas bajo el riesgo de admitir que superan las propias.
¿Cuántas veces disfracé el miedo a la muerte haciendo vociferar a mi conciencia que la recibiría sonriendo, y cuántas veces quiso gritar de terror mi cuerpo al ver la sombra de ella que respondía a este reto? ¿Cuántas veces busqué tranquilidad en la empresa o gobierno que aseguraba ser inmune a las equivocaciones y terminé aceptando ser cómplice de la mentira?
La decisión de debatir dentro y fuera de uno mismo, sirve para medir el valor que lleva a privilegiar la razón sobre la comodidad y, de paso, poner a prueba los saberes para fortalecerlos, cambiarlos o crecerlos. Naturalmente, esta es una visión utópica en el momento político del país, donde unos pocos etiquetados como “conservadores” o “progresistas” alientan la fe incuestionable, mientras muchos otros renuncian a la molestia de renovar el pensamiento y prefieren orarles plácidamente.
Hace unos 15 años viví una lección en el sentido de estas descompuestas letras que tuvo lugar en Durango, entidad federativa donde el encargo inicial para revisar un documento que terminé rehaciendo, me llevó a integrarme a la campaña de un joven e impetuoso empresario priista, quien aspiraba a ser presidente municipal.
Mis experiencias en esa campaña registraron momentos tan singulares como los del ensayo de un debate que tuvo lugar en un estudio de televisión, donde representé el papel de opositor.
Ahí lo primero que intenté fue causar el enojo del candidato, estrategia que contó con la inmediata “colaboración” del aspirante a la alcaldía, cuya impulsividad y carencia de rodaje lo hizo molestarse en serio, dirigiendo hacia mí su mirada y respuestas desordenadas por la ira, mientras ignorándolo me dirigía hacia la cámara de televisión para pedirle al supuesto televidente que observara el enfado que provocaba la falta de argumentos de “mi opositor”, lo que enfurecía aún más a este.
Al inesperado cuadro se sumaron las manifestaciones de euforia de los candidatos a diputados presentes en el ejercicio, quienes detrás de las cámaras me comunicaban con señas la satisfacción que les daba el mal rato de su correligionario e incitaban a seguir sacándolo de sus casillas. Para acabar pronto: al terminar la sesión fui al encuentro del candidato para expresarle que mi conducta sólo obedeció a fines didácticos, lo que, sin dejarme convencido, dijo comprender.
Participando luego en su cuarto de guerra sufrí la revancha involuntaria del potencial alcalde, cuando con criterio político integró este cuerpo colegiado de estrategia. Ahí me encontré solo, lapidado muchas veces frente a los líderes de los sectores obrero, campesino y popular, expertos en sus áreas, no en comunicación, quienes, conforme a lo que asumían era su tarea, se dedicaron a respaldar toda acción y decisión del aspirante a la alcaldía, aunque estas carecieran de efectividad para atraer votos.
También para acabar pronto: un mes después de las elecciones en las que triunfó el candidato al que traté de servir, estando en mi ciudad sede convencido de que por lo menos estaría un trienio fuera de Durango, recibí mayúscula sorpresa cuando fui convocado para sumarme al primer círculo del alcalde electo.
Empezaría mi trabajo sabiendo que tendría un jefe valiente, dispuesto a debatir, aunque se enojara.
No cabe duda de que los tiempos cambian.
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