Cruel es la vida que pide tiempo para entenderla y, cuando por fin es comprendida, apenas concede unos instantes para aplicar lo aprendido.
Habitualmente, lo primero que hago al despertar consiste en espantar los buitres que sobrevuelan las culpas que no me perdono.
Luego, retiro de mis ojos la sangre que los salpicó cuando leía los periódicos y veía televisión, medios de comunicación que casi todas mis noches demuestran su utilidad cuando me ayudan a dormir.
En ese estado en el que vi la tenue huella de mi camino y su indeleble destino, admití la expresión de una de las muchas opiniones carentes de validez que he emitido durante cerca de seis décadas usufructuando los recursos del planeta.
¿Aguda introspección? ¿Hallazgo de preclaro pensador? ¿Experiencia transformada en saber? Definitivamente, no. Nada de esto fue lo que me hizo aceptar una de tantas injustas opiniones emitidas en mi existencia que, mientras los días se me acaban, sigue exigiéndome tiempo para aprender.
El origen de mi deseo de rectificar sobre un asunto propio de mi profesión está en un caso que muchas veces presencié en actuaciones de El Gordo y El Flaco, Viruta y Capulina y El Chapulín Colorado. Debo reconocer, antes de la posible comicidad del recuerdo que fundamenta esta mea culpa, que se trató de un suceso de esos que al concluir puede expresarse con cierta satisfacción: “¡Pensé que jamás me iba a pasar!”.
En mi carrera reporteril nunca tuve asignada la fuente policiaca. Mi responsabilidad era bastante más tétrica, pues tenía la encomienda de cubrir la información de los partidos políticos y centrales obreras.
Empero, de vez en cuando decidía vivir voluntariamente las apasionantes experiencias que me relataban los decanos de la fuente policial. En una de esas ocasiones estaba con otros reporteros haciendo guardia durante la madrugada en la Cruz Verde, puesto de socorros al que arribó en calidad de detenido un agente del Ministerio Público, tan alcoholizado como de poco tacto con los paramédicos.
Ninguno nos dimos cuenta del ingreso del funcionario a la institución de servicios de emergencia, pero los socorristas pronto se encargaron de ponernos al tanto sobre un ebrio prepotente que supuestamente debería procurar justicia.
Ahí estaba la nota de ocho columnas para los diarios vespertinos, aunque no las condiciones para registrarla, ya que el agente se mostraba muy violento. Debido a esa riesgosa actitud el reportero de mayor experiencia ideó un plan, primero digno de una película de acción y después de una realidad que pudo firmar Chespirito.
Se trataba, sencillamente, de recurrir al adagio que aseguraba que la fuerza es resultado de la unión. Formando un círculo afuera del consultorio donde estaba el representante del Ministerio Público, escuchamos la instrucción del líder: “A la de tres todos entramos para tomarle la foto y salimos corriendo. Si lo sorprendemos en grupo, no podrá hacernos nada”.
Encendí el flash, calculé la exposición, me dispuse a contar en voz baja con mis compañeros hasta el número tres y…
“¡PUM!”, la puerta se estrelló contra la pared por la fuerza con la que fue abierta, ingresé detrás del visor de mi cámara para efectuar el primer disparo… ¡y me encontré solo frente al agresivo personaje, al que no tuve más remedio que enfrentar a “flashazos”!
En el último momento el resto de los reporteros recurrió a su sentido común, antes que al reporteril, por lo que fui el único ingenuo —por decirlo de una forma menos brusca— que entró para fotografiar al protagonista de la nota.
El detenido lo menos que me dijo en mi solitaria incursión fue que era amigo del dueño del periódico y que esa misma mañana perdería mi trabajo, y lo más que escuché fueron sus amenazas contra mi vida. Debieron transcurrir muchos meses para dejar de confundirlo con algunas de las personas con las que me topaba cada vez que salía a la calle.
¿Admites, Manuel, que esa angustia padecida hace 40 años te haría renunciar hoy a la labor de ser reportero de la sección policiaca? ¿Aceptas que lejos de criticar a las nuevas generaciones de periodistas debes expresarles tu mayor respeto y admiración? A todo respondo: ¡sí!
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