LAS ESCALERAS: La vida allá afuera no es fácil, menos para los viejos achacosos como yo. Lo comprobé una vez más hace unos días cuando bajaba las abominables escaleras de la estación Zaragoza del Metro. Un tren justo acababa de dejar pasaje, que subía como horda asiática contra el Imperio Romano. Aferrado al pasamanos, lo peleaba contra esa estampida como a balsa del Titánic. Yo lo necesito para bajar, y me es literalmente vital para subir.
No tengo opción. Las escaleras eléctricas de esta estación siguen funcionando como si fuera estación terminal, suben o bajan como fin de ruta. Y suben por donde bajo, y bajan por donde subo. Además, las escaleras eléctricas del Metro, en cualquier estación, rara vez funcionan todas, a veces ninguna. Los elevadores (en Zaragoza no hay) siempre herméticos, inútiles. En algún momento de mis viajes diarios he tenido que ascender, a penas, el equivalente a tres pisos, para luego volver a hacerlo, la misma distancia al final. Mi corazón resiste, mis pulmones también, pero mis pies adoloridos se desmoronan. De plano, el Metro no está pensado para los viejos. O tal vez sí, pero para excluirnos o exterminarnos. Yo seguiré, como Jacob, soñando con escaleras.
EL HOMBRE QUE PASÓ Y DEJÓ PASAR: El viernes suele ser un día especial. Para muchos significa el inicio del descanso o la diversión de fin de semana. En mi espera de un tren del Metro, a las mismas horas siempre, reconozco ya algunos rostros. Tal vez empleados. Y los viernes con frecuencia veo que son más cuidadosos en su aspecto. Supongo que al terminar labores no irán a casa sino a la fiesta. Pero el pasado viernes a media tarde vi algo muy singular, distinto. Yo bajaba las escaleras. Entre los que subían destacaba un hombre alto que ya he visto otras veces, aunque con ropa muy distinta. Es delgado, lentes de pasta y barba entrecana; llevaba una chaquetilla gris, de entretiempo, la capucha puesta, y un vestido sencillo, largo, talar, y ajustado al cuello. Desde mi perspectiva no pude ver sus zapatos, pero por la agilidad con la que subía supongo que eran o tenis o unas zapatillas bajas. Su altura lo hacía bastante notorio, así que lo vieron bien quienes subían y quienes bajaban. Nadie se inmutó. Él tampoco pidió que se le tomara en cuenta, ni que se cambiara la actitud, o que se instalara otra escalera para él, ella o elle. Sólo pasó por ahí, todos pasamos por ahí. Todos llegamos a nuestro destino. Yo un poco más tarde y con algunos apuros físicos… Yo sí pediría una escalera eléctrica, o un tameme.
EL LABERINTO CRETINO: Sé que no es muy sano, pero yo adoro los chicharrones de res, sobre todo los de tripa. En estos días fríos no es recomendable comerlos. Deben comerse a punto de magma, porque la grasa de res cuaja muy rápido y acaba uno con el paladar calafateado. Pocas carnicerías venden chicharrones de res con todo. Yo no sé de alguna que todavía incluya tripa de leche, gorda, corazón, bofe, ubre, hígado y riñones. En las chicharronerías si acaso hay tripa y bofe, separados. Hace días me ganó el antojo. Decidí bajar del Metro en Ruiz Cortines, en donde está una chicharronería muy conocida. ¡Nunca lo hubiera hecho! El descenso es laberíntico y claustrofóbico. Esa estación sin duda fue diseñada por Dédalo. Teseo nunca saldría de ahí. Además, sólo se desciende hacia el poniente y ese día no funcionaban las escaleras eléctricas (que supongo que es una inactividad normal). Noté un elevador que sí baja al oriente, pero es exclusivo para sillas de ruedas además que no sé ve que se use mucho… si es que funciona. Sí conseguí mis chicharrones de tripa. Luego subí al camión convencional, atestado, incómodo, sucio y lento. Durante los casi 45 minutos que todavía tardé en llegar a casa me asaltó una duda obsesiva: ¿en qué parte de la estación Ruiz Cortines del Metro estará escondido el Minotauro?