“Tira a la basura las letras que planeabas sacar de paseo esta mañana”, ordena mi conciencia, harta de un artículo más sobre el mundo de mentiras disfrazado de realidad. Acato la instrucción y rescato palabras desordenadas hace tiempo, en las que la memoria me grita que en el mundo hay al menos una gran verdad:
Es de noche. Está obscuro afuera, y adentro más. Pensamientos trenzados en guerra, fuga de pecados, recuerdos rasga entrañas, esperanzas amordazadas; todo siempre acompañado, haciendo aún más angustiante la soledad.
Ve cómo la coladera calle abajo se traga su rojísima sangre, y luego piénsalo cuando hace unos minutos aún vivía.
—Buenos días, don Chuy. ¿Tan temprano a jalar?
—Pues ni creas que voy por gusto. Ya ves como son los patrones: por un minuto tarde me ejecutan. Con prisa quieren que uno llegue hasta a la hora de la muerte.
—Changos, changos, mi Chuy; mejor váyale llegando a la chamba, despacito.
La ruta de la sangre succionada por la fuerza de gravedad hacia el drenaje se extiende a lo largo de casi media cuadra. Yace boca abajo, la vida en líquido le sale en flujo continuo por la nariz y los oídos; su estertor presagia lo que parece ahí nadie quiere.
—¿Para qué trabajar tanto? Míreme aquí, tuve que salir desde bien temprano de la casa, casi corriendo, para venir a cuidar, a veces hasta con riesgo de mi vida, lo que a unos les sobra y a nosotros nos regatean.
—Pero de algo hay que medio comer, ¿no cree?
—Pues sí, medio comer… y medio vivir.
Muchos son los congregados en torno al agonizante, principalmente jóvenes de aspecto alejado de la ortodoxia de los valores tradicionales de la familia cristiana en domingo. No obstante, como si el hecho les diera un anhelado motivo de unidad y servicio, con franco espíritu colaborador atienden pronto las órdenes de quien les pide proteger al atropellado y estar pendientes del arribo de la ambulancia.
—Se llama Jesús—expresa una mujer que lo reconoció como uno de los guardias de seguridad de la tienda de autoservicio donde ambos trabajaban.
—¡Vamos, Chuy! ¡Échale ganas! Ya viene la ayuda en camino y todos estamos aquí contigo, cuidándote—le dices como queriendo evadir el infierno.
Tu mano que toma la de él sigue fungiendo como puente entre dos vidas o dos muertes, que aquí es lo mismo.
—No hay nada qué hacer—te dice en voz baja lo que queda de sentido común dentro de ti, aunque casi al mismo tiempo se alza el sin sentido que te desborda y grita que la esperanza vive, pese a que estás viendo de frente el fin de la vida.
Sigue respirando. En ocasiones las pausas se alargan, pero invariablemente su cuerpo, aunque tarde, regresa por el aire que no se presta a los muertos. ¿Moverlo para facilitarle la respiración? Para ti, imposible. Seguramente tiene lesiones en cervicales y… ¡no te engañes, estúpido! ¿Qué no estás viendo restos de masa encefálica sobre el pavimento?
—¡Bien, Chuy!—le dices fuerte mientras estás tendido junto a él sobre la calle, para que te oiga cuando regrese a respirar.
—Soy médico…
—Adelante…
Menos de un minuto y el diagnóstico sin palabras es contundente: no hay remedio, tiene fractura de cráneo. Sus oídos que drenan líquido rojo lo confirman.
—Si quieres, síguele limpiando la sangre de la boca y nariz.
Mientras estás tan cerca de la muerte que la tocas y tan lejos de la ambulancia que la ignoras, la coladera no se cansa de tragar vida en rojo y los automóviles de vomitar humo.
—Ahí viene, Chuy. ¡Duro, vamos, aguanta, ya está aquí!
Por fin se escucha la anhelada sirena, lo que te hace nuevamente girar instrucciones desde el pavimento sin soltarle la mano, para que el escuadrón de jóvenes con apariencia rebelde y espíritu de servicio detenga el tránsito y permita el arribo de la unidad de emergencias.
La llegada de la ambulancia confirma la presencia de un trío: don Chuy, la muerte y el anónimo confortador. Dos quedan bajo una sábana y otro sale de ahí con un manto mucho más pesado.
Solo, acompañado, te quiebras lejos del cuadro cuando antes de continuar tu camino volteas a ver el cuerpo cubierto por una sábana blanca y sabes, aunque no lo aceptas, que la muerte ganó.
Es medianoche y nadie te ve. Te preguntas primero si habrás purgado al menos uno solo de tus pecados, y después celebras con ojos llorosos el encuentro con la gran y tal vez única verdad de todos.
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