Hace varios diciembres escribí sobre mis recuerdos de infancia en Torreón, Coahuila, en tiempos de austera Navidad y Año Nuevo, pero con inmensa felicidad.
Esto viene a mi mente cuando veo las historias que estamos escribiendo para publicar dentro de la campaña de Hora Cero llamada “Una Navidad diferente”, cuando nos propusimos cambiar, aunque sea un mes, la realidad de familias con grandes necesidades.
El año pasado me tocó conocer de cerca la vida austera de tres familias de Reynosa que vivían en calles enlodadas, en mini-casas de interés social y en un cuarto de cinco metros cuadrados que era igual sala, comedor y cocina.
Una gran lección que quiero recomendar para que experimenten sobre todo a los adolescentes o jóvenes adultos, y experimenten lo que es la pobreza llevada al extremo: de familias desintegradas, de padres que ganan menos que el salario mínimo, de padres que no tuvieron educación que no encuentran trabajo. Y sin dinero para adornos navideños, regalos y una comida mínimamente decente de Noche Buena.
México tiene más de 55 millones de personas que viven en extrema pobreza, según cifras de organismos oficiales. ¿Y esa etiqueta qué significa?: son familias enteras que despiertan y no tienen qué comer durante el día.
Por eso cuando los mexicanos menos castigados están escandalizados porque el dólar rebasó los 14 pesos en las últimas dos semanas, me pongo a reflexionar que para los pobres bien pobres el peso simplemente es inalcanzable. Quieren tener pesos para comer, pero sus bolsillos están agujerados desde que nacieron.
De niño me tocó vivir una tras otra Navidad con lo necesario para ser feliz; con más limitaciones que excesos, pero jamás renegamos de nuestra realidad.
Para adornar nuestra casa cinco hermanos de entre 2 y 11 años caminábamos largas distancias para llegar hasta las faldas del cerro del Cristo de las Noas en Torreón, para buscar un arbusto seco que después sería pintado con cal y se convertiría en el árbol de Navidad.
Para la cena del 24 mis abuelas compraban una gallina viva que herviría en agua y horas después se trasformaba en un delicioso pollo con mole. Era todo un lujo.
Recuerdo que a comienzos de los años 70’s siempre quise un tren de baterías. Y lo más que me trajo Santa Clos fue una locomotora de lámina sin vagones ni vías. Pero era suficiente para creer que existía ese hombre panzón vestido de rojo y barba blanca.
Cuando se acerca mi Navidad número 51 nunca será tarde para recordar y compartir esos tiempos. Y pagaría para entrar al túnel del tiempo y volver a ser inmensamente feliz con mi madre, mis abuelitas y mis hermanos.
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