Hace un par de décadas colaboré con un aspirante a la presidencia municipal de una ciudad de la frontera norte. Se trataba de un joven bien intencionado, empresario, casado hasta que terminó la campaña y militante del PAN cuando este partido era tomado en serio por más personas.
Invitado para asesorarlo en materia de comunicación social, mi tarea consistió únicamente en proponer ideas y supervisar acciones, sin efectuar tareas operativas.
Un viernes, en uso de mi prerrogativa como “pensador” (así de flaca estaría la caballada, podrá pensar usted, y con razón), realicé un viaje relámpago para recoger en otra ciudad a mis pequeños hijos y pasar con ellos el fin de semana en la frontera.
El hombre de empresa, quien vivía su primera experiencia en la política, me había prestado una de sus residencias para hospedarme. Debido a que nadie más ocupaba la amplia casa y en ella existían todas las comodidades, pensé que la compañía de mi par de corazones contribuiría a mi satisfacción personal y labor “intelectual”.
El mismo viernes en la noche descendí de un taxi frente a la residencia en la cual me hospedaba, llevando de la mano a mi hija, de 8 años, y cargando a mi hijo, de 3, quien estaba profundamente dormido.
Casi inmediatamente fui recibido en la banqueta por el secretario privado del aspirante a presidente municipal. Amable como siempre, primero me saludo y luego comenzó a interrogarme sobre mi percepción del curso de la campaña.
Con respetuosa franqueza le respondí sucintamente y sugerí que abordáramos el tema en la mañana siguiente, pues los niños venían cansados y no había prisa para repasar en ese momento el estado de la contienda. Pronto comprobaría que ni Chespirito ni Viruta y Capulina tuvieron el monopolio de los malentendidos.
Cada vez que trataba de avanzar para entrar a la casa, el asistente del candidato me hacía una nueva pregunta, hasta que después de dos o tres minutos por fin llegó la luz a mi cabeza.
“Ah, ya entendí que no quiere que pase”, fue mi sesuda conclusión, cuya certeza fue confirmada cuando el fiel servidor del aspirante al voto popular se ofreció para cargar al niño y cuidar a la niña mientras yo recogía mi maleta en el interior de la casa.
Poco después comprendí algo más: hay ocasiones en las que es preferible recibir la etiqueta de “maleducado”, antes de ser catalogado como “inoportuno”.
Con plena inocencia abrí la puerta y justo cuando iba a encaminarme hacia el pasillo que conectaba con la recámara que ocupaba, mi vista topó en la sala con la figura de una dama, luego con otra y, finalmente, con la del candidato, vistiendo todos solamente su propia piel.
Debí virar hacia mi habitación, pero mi condicionamiento social me hizo saludar a quienes ocupaban sendos sillones de la sala.
—Buenas noches —expresé sin mirada lasciva y con amabilidad antes de ir por mi maleta.
—Buenas noches, señor —respondió tímidamente una de las damas apretando con los brazos sus piernas contra el resto del cuerpo, en una demostración de pudor imitada por las otras dos personas.
Todo debió quedar ahí, pero, una vez más, actué por reflejo y sin pretenderlo prolongué el rubor del candidato. Antes de salir me despedí atentamente, obteniendo el mismo tono en la contestación casi al unísono de ambas mujeres, quienes pudorosamente continuaban cubriendo con piernas y manos la mayor parte de sus cuerpos.
—Con permiso, buenas noches.
—Sí, buenas noches, señor, pase usted.
Cuando salí, el secretario privado del candidato me recibió todavía cargando a mi hijo y sosteniendo una de las manos de mi hija.
—Licenciado, me informa Pepe (por supuesto nombre ficticio), que tiene usted una reservación en el hotel nuevo (el establecimiento pertenecía a una cadena internacional de cinco estrellas).
Pasé un fin de semana extraordinario dando sugerencias al equipo de campaña y conviviendo con mis hijos, quienes encantados vieron caricaturas en inglés, bañaron en una gran tina y durmieron en una enorme cama durante una estancia en la que todos disfrutamos el servicio de alimentos en el cuarto, gracias a la gentileza del empresario que incursionaba en la política.
Dos conclusiones, sin ironía de ninguna clase, extraigo de esta experiencia:
Por una parte, la convivencia con mis niños, hoy adultos independientes, fue quizá el mayor pago que recibí de quienes anhelaban el poder.
Por otra, desvirtué la especulación acerca del origen extraterrestre que tácitamente se da a los políticos cuando se les cree entes ajenos a la sociedad terrícola, ya que, como lo demuestra lo narrado, ni ellos ni los ciudadanos son marcianos, pues aunque algunos se crean de otro mundo, ambos son humanos que comparten una misma naturaleza.
PD Nunca traté el asunto con el candidato y tampoco fui invitado a sus actividades fuera de la campaña.
riverayasociados@hotmail.com