Fue una noche calurosa, de esas de verano regio. La víspera habíamos “sacado las capas” (así le decíamos a aquellas reuniones de noche-madrugada) en las que bebíamos tequila con refresco de toronja y sangrita de la Viuda de Sánchez. A veces las bebidas eran las tradicionales cervezas Carta Blanca, medianas, pero igual nos auto proclamábamos ‘vampiros’ o simples ‘animales nocturnos´.
La oficina estaba en una casona, linda, de M.M de Llano, entre Escobedo y Emilio Carranza, en el mero centro de la ciudad. “Difusión”, así se le llamaba a esa área del departamento de Relaciones Públicas de la entonces Fundidora Monterrey.
Era agosto de 1983; a mis 20 años, a punto de egresar de la facultad de Comunicación de la UANL comenzaba a conocer el mundo. Creo. Era yo el mensajero de Difusión y aprendiz de reportero.
No sabía, luego lo constaté, tenía unos compañeros en la chamba –que me heredó mi hermano Arturo Anguiano- que eran grandes maestros del Periodismo: José María Alanís, Q.E.P.D.; Manuel Altamira Peláez, también fallecido; Eloy Sandoval, el fotógrafo Andrés Arteaga, también finado y Hugo del Río. Bueno, este último más que compañero era el jefe de Relaciones Públicas y junto con Jorge Castillo, sub jefe, despachaban en donde ahora está Cintermex.
Pues bueno, en la oficina, en Difusión, al concluir la chamba y en plenas vacaciones veraniegas, ´sacábamos las capas´ un día sí, y otro también, y la plática con aquellos periodistas bohemios, en las que generalmente se sumaba el archivista, otro gran personaje muy culto que se llamaba Don Jorge García, la charlaera de periodismo, de crónicas, de reportajes, de noticias, de fotos y de una que otra grilla.
Para mi aquello era emocionante. Era mi primer trabajo más o menos relacionado con el periodismo en medio de eventos siderúrgicos, visitas de funcionarios y directivos del Gobierno Federal y la entonces paraestatal, pero sobre todo por aquellos viajes de periodismo –literal que capitaneaban Chema, Altamira, Don Jorge, Eloy y ocasionalmente Jorge Castillo y Del Río.
Aquella noche calurosa Alanís y Altamira, a quienes luego adopté como hermanos mayores, propusieron echarnos una vuelta al “Acapulco” de la calle Reforma. (dícese por aquella época: antro de mala muerte, hediondo de mezcla de cerveza, orines, cigarro, perfume barato y pinol).
Me dijeron: “No solo vinimos a tomar… checa los detalles”.
No era mi primera vez en un congal, pero, por más que abrí los ojos, no vi los detalles. A lo mucho tomé nota mental de las cumbias y norteñas que entonaba el grupo en vivo -con altos decibeles-, las penumbras del antro, las damas de tacones y medias negras con rayita, la raza bien divertida y los borrachos dormitando.
Horas después, en el ´after´, instalados en la oficina en plena madrugada y detrás de sus máquinas de escribir Olivetti, Altamira se carcajeaba; Chema sonreía.
“Tu también, haz tu crónica, cabroncito” –Me dijo Alanís.
Ellos hicieron tres cuartillas y media, yo no hilé ni la entrada. Me apené.
Me dieron sus textos en hojas de papel revolución. Ahí me enteré que entre los parroquianos del Acapulco había estado un padre del barrio; que Rosa sacó, bailando, el dinero para los útiles de sus cinco niños; que los judiciales pasaron por cigarros y su moche. Que un hombre en muletas, que había sido un deportista amateur bailó a lo lindo con dos mujeres, y que estaba feliz. Ah, y que el lenón, dueño del congal, a quienes mis amigos saludaron, llevaba una revolver calibre .38 en su cintura. También vieron a un “distinguido” miembro del “Club de Leones”.
A las 5:00 horas de la aún calurosa madrugada mis mentores me invitaron al menudo, para cerrar la cátedra-parranda-bohemia.
Seguía yo maravillado. Pero más me emocionó pisar por primera vez el café Brasil, en Zaragoza, entre Modesto Arreola y Washington.
Ahí seguimos la plática sobre “los detalles” de aquella estampa crónica que vimos en el ‘Acapulco’.
Por ahí entre las mesas estaba un chaval que ya hacía periodismo, Osiel Castillo Barraza, a quienes Chema y Altamira invitaron a nuestra mesa. Sí, con gusto, -les dijo-, pero hablemos de Periodismo.
-Aquí es punto de reunión del Periodismo, -dijo con un dejo de orgullo Moani Compean, que en ese entonces era el encargado del café de su padre, y se sentó con nosotros.
Desde entonces mi adicción y la de muchos por ese café regio llamado hoy Café Nuevo Brasil, el cual tras los embates de la inseguridad regia y la crisis económica, se está tambaleando.
El Café Brasil ha sido la plataforma de todos durante 56 años. Sindicalistas, vedetes, poetas, periodistas, diseñadores, minorías, reporteros, caricaturistas, escritores, foto periodistas, artistas, taxistas, gente de la farándula, trasnochadores, bailarinas, rockeros, metaleros, poperos, románticos, norteños, solitarios, promotores culturales, comunidad cultural.
Vallenatos, maestros, músicos, teatristas, pintores, estudiantes, activistas, comerciantes, políticos, visitantes, turistas, congresistas, bohemios, etcétera.
Es el espacio de todos, donde se come, se bebe y sobre todo se dialoga; han estado ahí representantes de la izquierda, del centro, de la derecha incluyendo sus ultras, y en plenas campañas políticas con la quiniela en el espejo.
Por aquí han pasado Fidel Castro, cuando el café se llamaba El Cisne; Monsivais, Joaquín Sabina, Manuel Vázquez Montalbán, Paco Ignacio Taibo II, Piporro, Celso Piña, Cuauhtémoc Cárdenas y Rosario Ibarra de Piedra entre tantos visitantes.
Y la raza de los medios.
Hoy da tristeza enterarnos que el café podría cerrar sus puertas, pero también nos alienta el movimiento de donaciones, subastas y otras estrategias que gente muy guerrera y talentosa, incluyendo a Moani Compean, realizan para salvarlo.
Los que vemos al café Brasil como otra de nuestras casas, aportaremos lo que podamos, para que esta plataforma cultural, que es parte de la ciudad, siga con vida.
Vale el esfuerzo.