Vivíamos en Torreón, Coahuila, a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta. Eramos cinco hermanos de entre dos y diez años de edad con las limitaciones de una familia numerosa y bajo el cuidado de dos hermanas que para nosotros eran “mamá Licha y mamá Tina”, los cariñosos diminutivos de Alicia y Agustina Sánchez.
Antes de la llegada de la Navidad y con los primeros fríos intensos que se dejaban sentir en el desértico territorio de La Laguna, nos sentíamos privilegiados porque teníamos acceso a las tradicionales Posadas en un convento, como supuestos parientes -que no éramos- de una monja conocida de nuestra querida madre biológica: Angela Castillo Sánchez.
Por su trabajo en el Servicio Postal Mexicano, mi mamá viajaba cientos de kilómetros en autobús para estar con su entera familia en esa época. Meses atrás había sido asignada a ocupar una plaza en Correos de Cananea, Sonora, y posteriormente en Mazatlán, Sinaloa, lo que impedía una normal convivencia con sus pequeños César, Nora, Hugo, Salvador y Alberto.
Por el envío de cartas, sabíamos que nuestra madre trabajaba duro para alimentar, educar y vestir lo mejor posible a sus hijos y a sus tías Licha y Tina. Recuerdo que en un invierno llegó dentro de la correspondencia una foto donde estaba posando en un paisaje nevado junto a compañeros del Correo de Cananea, donde la cruda temporada llega con hielo y nieve.
En Torreón cada noche de Posadas era un festín gastronómico y de fiesta pre navideña: rezábamos con las monjas, pedíamos posada con cánticos, quebrábamos cada noche piñatas, comíamos y, luego de finalizado el ritual católico, regresábamos a casa con bolsas llenas de cacahuates, naranjas, variedad de dulces y unos frutos raros: los tejocotes, que eran los menos agradables para los niños.
Cuando supimos que las Posadas no eran eternas y tenían fecha de caducidad, aprovechábamos al máximo el tiempo dentro del convento. Jamás olvidé que salíamos de la casa lo más presentable posible, llegábamos y tocábamos la puerta; pronunciábamos el nombre de la monja –que olvidé con el paso de los años–, y entrábamos a un mundo casi mágico. Nuestra mamá a distancia y ella nos hicieron pasar tiempos inolvidables.
Una semanas antes ayudábamos a Licha y Tina a hacer coronas para el Día de Muertos, y de esa manera ingresaba un dinero extra a la casa. En un especie de asador o comal ponían los moldes con figuras de hojas de plantas sobre el carbón al rojo vivo; compraban harina para hacer engrudo, papel verde para forrar los alambres que semejaban ramas, y en una vasija derretían cera.
Nuestras mamás postizas hacían ese trabajo antes de que llegara la Navidad. Y así fue cada año. Al terminar las tradicionales coronas y otras en proceso, realizábamos un aventurero viaje en tren de unos 70 kilómetros para llegar a su natal San Pedro de las Colonias, donde las ofrecíamos en el panteón municipal. Para nosotros eran unas vacaciones breves.
Con unos pesos y centavos de más en la bolsa, primero volvíamos a su rústica casa ubicada en el centro de esa población con historia revolucionaria, donde abunda un árbol llamado pinabete, y con intenso olor a la crianza doméstica de pollos y cerdos que procuraban sus familiares. San Pedro de las Colonias era apodado “san polvo”, por las tolvaneras, la abundante tierra suelta y la escasez de pavimento. Hace años pude confirmar que seguirá así por los siglos de los siglos.
El regreso a Torreón era obligado después de la pausa para recordar a los difuntos. Ya avanzado el mes de diciembre nuestra madre regresaba para pasarla juntos, y aunque fuera por pocos días nos llenaba de felicidad verla de nuevo cuando descendía del autobús.
Y llegaban los días para colocar el Arbol de Navidad. Todos enfilábamos hacia el cerro donde está el monumental Cristo de las Noas, atravesando calles y avenidas a pie; pisando como sobre algodones para no hacer ruido cuando pasábamos por sectores pudientes como Torreón Jardín, con residencias de ensueño que parecían de un concurso del hogar mejor decorado.
El presupuesto familiar no alcanzaba para ir a una tienda y comprar el más pequeño árbol artificial, con menos razón uno natural que impregnara de olores boscosos nuestra casa, donde la inocente imaginación nos llevaría a jugar con copos de nieve, hacer un mono y viajar en un trineo, empujado con renos de nariz roja.
Al despertarnos de ese sueño escogíamos entre el árido cerro un árbol seco, con suficientes ramas que arrastrábamos por el asfalto de regreso a casa. Luego Licha y Tina compraban cal que disolvían en agua, y con el líquido pintábamos nuestro Arbol de Navidad. Para afianzarlo, el tronco era puesto con yeso dentro de una lata vacía de chiles, con el puro aroma de jalapeños.
Y faltaba el decorado: pelo de ángel, esferas, y bien recuerdo unas luces de colores que estaban en una especie de gotero con líquido que ebullecía como lava de volcán, que nunca más volví a verlas a la venta por ningún lado y que jamás borraré de mi mente.
Esos tiempos merecían algo diferente en el menú. Para ello la víctima era una gallina o un pollo. A esa edad es difícil definir el sexo de un plumífero, pero lo que sí era un espectáculo era verla girar tomada de su cuello, quitándole las plumas en agua hirviendo, y terminar en los estómagos de cada uno con exquisito mole, hecho a la antigua, moliendo los ingredientes en un metate.
Y llegaba la noche de la cena de Navidad, el 24 de diciembre. Pasaron muchos años sin saber con exactitud cómo transcurría esa noche y qué platillo especial preparaban Licha y Tina, hasta que un día mi hermana Nora me contó una historia que no estaba entre mis recuerdos.
Por la tarde nos vestían para estar a tono con la celebración. Salíamos de la casa que se ubicaba en la calle Eugenio Aguirre Benavides 125 norte –jamás la olvidé–, y emprendíamos una larga caminata hasta llegar a una casa de una familia que nos ofrecía pasar la noche a su lado y a comer en su misma mesa. Así pasaron una, dos, tres y hasta más navidades.
Pero faltaban los regalos para cinco. Nunca olvidaré un robot de pilas, un arco con flechas, un balón de futbol y una máquina de ferrocarril que olía pero no echaba humo. Y si algo tengo que reclamarle a ese gordo con barba blanca es que nunca me trajo un tren que diera vueltas en sus rieles, cruzara por túneles y detuviera su marcha en pequeños pueblos.
Tampoco olvidaré a mi madrina Marianela, amiga y compañera de Correos de mi madre, que un 25 de diciembre llegó para regalarme una pista lineal color naranja, que se sujetaba en una silla y donde se podían deslizar carritos metálicos.
Afuera, mis hermanos mayores disfrutaban aprendiendo a usar los primeros patines que salieron al mercado: eran metálicos de cuatro ruedas, se abrían y cerraban de acuerdo al tamaño del pie, y se sujetaban con unas correas color piel.
Nunca será tarde para escribir sobre una época que con el paso de los años ha sido tema de pláticas con nuestros hijos que vivieron otros tiempos, no se si mejores, pero menos limitados, sin duda.
Seguro también estoy –confirmado con el transcurrir de las décadas–, es que a mis cinco hermanos de Torreón, a Licha, Tina y a nuestra madre, nunca nos faltó la felicidad en nuestro sencillo hogar.
Por ello ¡Feliz Navidad!