Carlos Salinas de Gortari no oculta ser el padrino político de Enrique Peña Nieto- Por eso gozó enormemente el triunfo del mexiquense en las elecciones presidenciales, especialmente al impedir el acceso al poder su archirrival Andrés Manuel López Obrador.
La relación no solamente le viene de la identificación plena con el PRI sino también de la amistad que lleva con el tío de Peña Nieto, el ex gobernador del Estado de México, Arturo Montiel y con los demás miembros del llamado grupo Atlacomulco.
Entonces no deja de llamar la atención la similitud de sucesos ocurridos a Salinas de Gortari y a Peña Nieto en la euforia de su “presidencial imperial”, dado que a ambos, en respectivo tiempo, los balazos, como símbolo anticipado de estallido social, los bajaron del pedestal en que celebraban el triunfalismo de la entrada del Libre Comercio en enero de 1994, el primero, y el otro, la aprobación de sus famosas reformas estructurales.
Sus corifeos les endulzaban el oído con el canto de los elogios internacionales y el vocerío de alabanzas por su oficio político y su visión de futuro. Los estruendosos aplausos resonaban en sus oídos como señal de aprobación a iniciativas tan festinadas por propios y extraños, menos por quienes ven el efecto negativo de ambas propuestas.
La noche del 31 de diciembre de 1993 todo era júbilo en Los Pinos porque por primera vez el presidente Salinas de Gortari convocaba a una fiesta singular en dicho recinto y no en Palacio Nacional como se acostumbraba, dado que sus invitados especiales acompañarían al líder de los mexicanos en la simbólica entrada del año nuevo y del Tratado de Libre Comercio.
Pero el “glorioso” brindis se vino abajo cuandole avisaron que en Los Altos de Chiapas los indígenas le habían declarado la guerra al gobierno federal y habían atacado al Ejército. La miseria llamó en serio a las puertas de México y las ráfagas de metralladora surcaron el cielo de San Cristóbal de las Casas.
–¡No puede ser!– se decía a sí mismo el primer mandatario. –¡No puede ser!…
Pero sí pudo ser. Y la declaración bélica de la Selva Lacandona estremeció abruptamente al sistema, esa noche de jolgorio, globos y salutaciones protocolarias. El tableteo de las metralletas a más de mil kilómetros de distancia apagó las conversaciones entre los comensales en Los Pinos. Y alforó la preocupación.
Poco más de veinte años después, la calca de esa realidad ha impregnado el ambiente de nuestro país. A Peña Nieto lo han dejado de festejar el logro significativo del Pacto Por México.
Las reformas estructurales que alborotaron al mundo e hicieron repicar las campanas de gozo, ahora han pasado a segundo término ante el azote de la violencia en varias zonas de nuestra república, y especialmente por los crímenes en Tlatlaya y en Iguala, pero más que nada por el reclamo de 43 normalistas desaparecidos al conjuro del crimen organizado, y muy bien organizado desde el palacio municipal por el ex alcalde José Luis Abarca y su esposa.
–¡No puede ser! –es la exclamación manifiesta por el actual presidente. –No puede ser!– Pero sí, sí pudo ser. Las estructuras de gobierno local están impregnadas de la voracidad del narco y han producido tal desconcierto que ni la renuncia del gobernador de Guerrero Ángel Eladio Aguirre Rivero podrá limpiar y contribuir a lograr la paz que tanto anhelan los ciudadanos de aquel hermoso Estado sureño.
El símil entre lo acontecido a Salinas de Gortari en 1994 y ahora a Peña Nieto da para más. Pero lo curioso es que ahijado y padrino no pudieron terminar una fiesta, en tiempos distintos, que parecía sería de apoteosis. Y paradójicamente de la festinación ha seguido la preocupación, como hace poco más de veinte años.
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